XAVIER MASCARÓ 2009

Deseos de pasiones

«Los metales» -diría Carl Gustav Jung- «son como deseos y pasiones corporales. Extraer su quintaesencia, transformarlos en entes superiores, equivale a liberar la energía creadora respecto de los lazos del mundo sensible…» Dentro del ámbito de la escultura española más contemporánea, Xavier Mascaró ocupa un espacio singular y diferenciado. Espacio -nunca mejor empleado el término- para un creador que utiliza como señas de identidad las espaciales, y especiales, palabras de un idioma de volúmenes, vacíos, formas y dimensiones, con los que extraer quintaesencias, liberar energías, transformar deseos en pasiones. Hacedor de objetos, piezas y estatuas. Obras palpables, visibles y pesables -tan ardientes como la lengua del hielo o la del hierro en la fundición- que han superado, con muy buena nota, la dura criba de la desmaterialización a la que fue sometida la práctica escultórica, tras las estrategias conceptuales e instalativas de las últimas décadas. Mostrando que hay nuevas puertas técnicas, materiales, sintácticas y simbólicas por abrir. Demostrando que la escultura, además de un espacio para la reflexión, es y continúa siendo una reflexión sobre el espacio. Tanto monta.

Y también, Tiempo-ese gran escultor, como tan poética y acertadamente supo ver Marguerite Yourcenar-, atrapado en las metálicas, ácidas, vidriadas, herrumbrosas geografías de sus esculturas. Porque en las obras de Mascaró, aunque cada vez más abiertas a más materiales, sin duda, sigue habitando un sabor mítico y ancestral, agrio y oxidado como el hierro-tiempo viejo. Un olor histórico a vestigio, a ruina, a pretérito, a narración. Un color, sepia, gris metal y negro, como la pátina que deja la memoria sobre el papel fotográfico de nuestros recuerdos. Semivaradas Barcas-Parcas (una eficaz y sólida metáfora del viaje del tiempo). Guardianes silenciosos y terribles de un secreto hibernado en billones de horas, en trillones de segundos. Caballos minerales, congelados en un relincho eterno. Corazas y corazones, regados por la metálica sangre de las pasiones y de los mitos. Cruces opacas y translúcidas; dos caminos cruzados para componer un símbolo tan antiguo y (des)conocido como el propio hombre. Cabezas construidas con las cromáticas escamas de piel de los triángulos, listas para armar un aéreo y reticulado (rompe)cabezas. Manos de hierro y carne oxidada, que le dan la mano a las yemas de nuestras pupilas, man(ualizad)os instrumentos de un herrero demiúrgico y lúdico… Y, pese a estas iconografías milenarias, preñadas de una memoria pretérita, sus obras representan igualmente los plausibles restos de futuras arqueologías postindustriales. Formas y hormas para un tiempo tensionado y circular, pasado y, a la vez, por venir. Tempus Fugit.

Palabras para construir el espacio

La barca -en este caso deberíamos decir con más exactitud las barcas- vuelve(n) de nuevo a jugar un papel protagonista en el escenario de su obra escultórica. Barca(s) con las que sigue diseñando una eficaz, hermosa y milenaria metáfora de la travesía, del viaje por el mundo manifestado y también soñado; dibujo alegórico en hierro de un proceso de conocimiento, de reconocimiento y de misterio. No olvidemos que la palabra «arcano» deriva etimológicamente de arca. Arca-Barca. Espacio y Tiempo, interno y externo, para recorrerlos. Ahora, este emblema emprende, con sus vértebras metálicas, como un esqueleto flotante, una nueva singladura por las deshidratadas aguas del aire, un nuevo viaje imaginario rumbo a las costas 3-D del País de la Escultura. Y lo hace en compañía, formando una flota inmóvil de bajeles, una manada de barcas-lobos cruzando y olisqueando el bosque de las aguas quietas.

El corazón ocupa igualmente un lugar central en el cuerpo de su escultura. Corazón -no lo olvidemos- la única víscera que los egipcios dejaban en el interior de la momia, como centro necesario al cuerpo para la eternidad. Y -tampoco lo olvidemos- todo centro es símbolo de esa eternidad, ya que el tiempo es la gasolina que mueve la rueda de la Vida y, en medio, está ese «motor inmóvil«, al que ya se refería Aristóteles. Víscera, motor o centro, el corazón bombea también aquí y ahora la sangre de las miradas que arrojamos sobre sus obras. Un corazón. mineral o cromático, en reposo o pendiente de un hilo de arteria, y que tampoco ya es sólo un «cazador solitario» sino que aúna latidos, encaja metálicas piezas -como un puzzle tridimensional- y agrupa formas, desplegándose ante nosotros de la misma manera que un nuevo rey de corazones, rodeado de toda su cohorte.

Las leyendas nos hablan del «guardián del tesoro», casi siempre un grifo, un dragón, o un guerrero dotado de extraordinarios poderes. Guardianes que simbolizan las fuerzas concentradas en los umbrales de transición entre distintos estadios evolutivos o de regresión espiritual. Guardianes como los que nos presenta Mascaró, metálicos y grises; carne y piel atravesadas por el vacío, el silencio y el misterio, guardando un secreto milenario y futuro y aguardando la visita de los hombres y de sus sueños. Acompañados por caballos, para Troya o para el galope inmóvil del tiempo. Tótems encaramados, unos encima de otros, sobre una estructura de huesos minerales, para un Tabú de vigilancias y de secretos tan bien conservados como el grano de trigo bajo la pirámide. Cruces de cristal y de hierro. Emblemas perpendiculares del sacrificio y del amor. Lo que nace de la representación divina del círculo, poco a poco va creciendo, se expande, se rebela, se estira hasta dividirlo en dos mitades: nace la cruz, cuna y tumba de dioses.

El viento del viento atraviesa -como un juego de Física asaeteada, de Química aérea- la ovalada geografía de las cabezas. Un juego de ábaco, con cuentas de colores para contar las ráfagas, los vacíos, los llenos, las auras. La cabeza como una jaula perfecta para esconder, y proteger, el juguete roto del pájaro-cerebro.

Y si el cerebro es el Alfa del creador, su mano debe, por fuerza y con fuerza, tener la forma del Omega. Como en una pirueta mental y de metal, Xavier Mascaró nos da la(s) mano(s). ¿Las del escultor, el herrero, el guerrero, el chamán, el creyente…? «Las pacíficas manos del artista», como nos descubrió Julio González, uno de sus referentes. Manos «para forjar y batir el hierro». Y también, añadiría yo, manos para acariciar, para poseer, para soñar, para golpear, para vivir. Para crear.

Francisco Carpio, 2008.