RAMÓN VÁSQUEZ BRITO 1994

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El destierro de una realidad

Ya en otra oportunidad (La tierra doctorada, Tamayo & Cía., Caracas 1978), y totalmente preso -lo menos que puede ocurrir- por la fascinación de nuevos y al mismo tiempo remotísimos recursos aplicados a la elaboración de loza para todos los fines utilitarios, referí cómo, en el caserío El Cercado de la Isla de Margarita -donde por lo demás siempre se modeló a mano con preferencia al torno y el resto se confía a la pira común a todas las culturas, según lo observara Humboldt a su paso por el lugar (1799)- una vez que se le ha dado fuego a la leña sobre la cual se han colocado los cacharros, las loceras para mantenerlo y avivarlo, solicitan mediante silbidos el concurso del viento, hasta que la arcilla, primero «verde» y luego «cruda», supere la tercera y última etapa, la «quemada».

Aquí, en lo que entonces adquiere carácter de rito propiciatorio, dichas loceras, cada una más fecunda que otra en la tarea de domesticar la tierra que se trae desde el Cerro La Batería y de otros lugares, oportunamente mezclada con mica, son secundadas en la demanda de Eolo por otras mujeres, más los hombres de todas las edades. El entero vecindario silbante. Cuando yo asistí por primera vez a esta maravillosa función, me pareció que «hasta los pájaros en sus jaulas y los que andan saltando de rama en rama» intervienen asimismo con sus gorjeos, que son otros tantos llamados al viento, para dar el más feliz remate a la crepitante pira. Se borra, pues, todo deslinde entre la muy sudada artesanía, la realidad y, un excipiente mágico que, cualquiera que sea su aporte en la práctica, de todos modos contribuye a embellecer aún más el objetivo propuesto: lograr el medio de vida con la producción de cultura.

Cuanta embarcación de vela zarpaba de Porlamar, era impulsada doblemente por el viento que invocaban silbando, desde el puerto, quienes la despedían, y a bordo, por los pasajeros de la misma, papel que en su infancia desempeñó no pocas veces el llamado a ser gran escultor Francisco Narváez, a quien le debo la encantadora referencia. A su vez el profesor Francisco Tamayo me informó que en el Estado Lara se estilaba también atraerse el viento por medio de silbidos, sobre todo en horas de mayor rigor veraniego; pero la invocación debía hacerse con mucha prudencia, es decir, sin exagerarla, no fuera cosa que el sonido despertara al Demonio, quien enfadadísimo, respondería desatando una ventolera o un huracán.

¿No resultan pertinentes estas alusiones folklóricas al viento como co-autor de la loza de Margarita, a la vista de una nueva exposición de Ramón Vásquez Brito, pintor oriundo de la Isla y de cuyos paisajes él ha hecho el emblema de su ya dilatada obra, como lo fuera también en su época la del maestro Pedro Ángel González, finísimo de por sí, y mucho más por haber vivido para atesorar conocimientos culturales?

Se apreciará en los óleos de Ramón una tesitura tímbrica que tiene doble origen: además del pictórico propiamente, el musical que fue subrayado por uno de sus estudiosos (Eduardo Planchart Licea), consecuencia de los años que dedicó a la formación para el canto, al cual finalmente tuvo que renunciar por los pinceles. Le sucedió lo mismo que a Omar Carreño, otro pintor margariteño de renombre, cuya formación pictórica alternó con la del piano en el cual, a cuatro manos, terminaría tocando con Aimée Battistini durante la época parisina de Los Disidentes.

Dotado excepcionalmente para asimilar la disciplina pictórica, Ramón se capacitó debida y académicamente en varias de sus técnicas, primero en Caracas y después en Buenos Aires (1950-59), todo complementado con viajes de estudio a Europa y a varios países americanos. Nueva figuración, abstracción geométrica, expresionismo y variantes, se suceden en sus telas, experiencias bien meditadas cada vez. Exigente consigo mismo como es, el pintor pone a un lado todo aquello que pudiera confundirse con mimetismo o simple moda, todo aquello que no correspondiera a una íntima convicción. Se hizo así de un instrumento lingüístico capaz de abarcar imaginación y realidad, los dos extremos entre los cuales transcurre cada proceso visual. Sólo entonces se allana la imagen sintética, y con la misma, la sensación que captó el ojo, cristaliza en entidad paralela a la naturaleza, válida por sí misma. La dimensión del concepto ahora invulnerable -o casi- a los accidentes de las circunstancias exteriores.

Los paisajes de Ramón, por la directriz horizontal predominante en ellos, de hecho se impone al espectador como un dictamen clásico, aparte de que, por su síntesis, traen a colación la pintura japonesa con su aquilatamiento espacial lineal. Dos amplias zonas de colores planos alternan en los óleos de Ramón, lo mismo en los de temática marina de Margarita como los que ahora exhibe en la Galería Freites (donde también hizo lo mismo en 1991), que en aquellos otros que dedicó a la Guayana siderúrgica e hidroeléctrica, en este caso intensificando el acoplamiento de planos con una mancha matérica suspendida en el aire, a modo de efervescencia cromática.

Un eco de Armando Reverón, en las primeras marinas campeaba el efecto de polarización, para pasar luego el pintor a una demarcación más consistente del espacio-luz, es decir, como si se tratara de facetas diamantinas, armonizadas para formar un recorte arquetípico del Mar Caribe alrededor de Margarita: arriba, blanco o azulenco de un cielo barrido; abajo, la playa subida de tono, de pincelada más libre; y justo a la mitad, la línea esmeraldina del mar. Sutileza tanto más aguda, que el pintor construye eligiendo cada vez entre sus gamas favoritas -blancos, azules, violetas, verdes, rosas, sepias, y quizás un punto rojo o negro aquí y allá-, con las cuales entonces se transparenta el espacio-tiempo del ambiente salitroso. Mar y playa confluyen así, aquilatados, en un solo rasgo compositivo, cualquiera que sea la perspectiva en la cual los vea el pintor, más alta o más baja, siempre al nivel de su casuística de emoción e intelecto, la misma que, ya transportada sobre la tela, se establece como un manifiesto genérico del paisaje tropical.

Hasta la misma manera que tiene el pintor de titular sus óleos, desde un mirador melancólico, siempre en pretérito, responde a esa decantación del fenómeno visual ya objetivado por la forma color sobre cada tela: «Tejieron verdores en la orilla», «Se hicieron caminos de sal», «Permisaron transparencias en la brisa», «Abundaron los sueños en lejanía», «Se confundieron quietud y salina». Pero, en definitiva, son las propias telas, estructuradas además por quien no en balde pasó por la experiencia del abstraccionismo geométrico, las que declaran su plenitud. Diseños perfectamente equilibrados por la relación cuantitativa de sus planos, entre éstos se insinúa una noción de movimiento que en su turno enfatiza, ahora cualitativamente, el efecto de conjunto de la latitud cromática. Y la que fuera pujanza del oleaje a mar abierto, se reduce a espuma que ya está absorbiendo el primer gran plano de arena donde brillan la salina, ciertos pedruscos y ciertas hierbas, o palpita una sombra coloreada. Y ni una sola huella humana, a menos que se considere como tal el campo de la retina donde todo esto, la operación plástica, ha ocurrido, como quedó impreso y fue reelaberado por la conciencia, y finalmente retransmitido por la pincelada a la tela. De todo esto, el dominio del oficio, se vale el pintor para rematar cada uno de sus óleos, como si se tratara de dirigir un canto a los elementos a través de la dinámica operativa y el uso de los materiales y pigmentos, hasta completar su colocación en la imagen paisajística. El canto bien formulado y bien correspondido.

Otra ojeada a las pinturas de Ramón, y se verá en las mismas un recaudo que no puede ser más sensible porque conlleva una admonición sobre la amenaza de ruina ecológica también extensiva a Margarita, hoy depósito y almacén insular del free-port a su vez enajenado por el consumismo. El pintor parece estar diciéndonos, mientras retiene la integridad lírica en sus telas: así era Margarita. Pero, de seguir las cosas como van, ya no lo será más.

¿Qué precio, para algo que es invalorable, tiene el paisaje tropical cuya variedad dentro de la uniformidad, luminosa y tibia el año corrido, reflejan de modo tan sensible las pinturas de Vásquez Brito? Parangonable al de la propia vida, su valor se establece como comprobación de todos los días, lo que está ante los ojos, de sol a sol y bajo las estrellas. Para isleños y costeños de Tierra Firme carece entonces de todo sentido el término exotismo que, en las zonas templadas, adquiere por el contrario una connotación que se asocia a una vuelta a la naturaleza, aquello que la industria del turismo aéreo y marítimo implementa por medio de lo que en la jerga se llama paquete. Acuden entonces los turistas a beberse literalmente el sol, durante unos cuantos días que magnifican todavía más la zambullida en las espumas tonificantes en grado sumo de Neptuno y, con el consumo de yodo, platos y bebidas que las guías colocan bajo el rubro de local color, a continuación de las oportunidades de elegir entre artesanías y productos naturales. A mediados de marzo, 45 turistas del Canadá que viajaron tras el señuelo de la Tórridazona, en el autobús que los conducía desde el aeropuerto de Barcelona hasta el hotel, fueron asaltados y despojados de sus pertenencias; operación que fue sincronizada tan perfectamente por quienes la llevaron a cabo, como para remitir inmediatamente su origen a los esquemas delictivos de cuño internacional, que por lo demás forman parte de las programaciones rutinarias de cine y TV. Efectivamente, tal fue lo que quedó establecido por las comisiones policiales que se ocuparon del caso. Y con la identificación ya de los autores del atraco, se ha disipado la sombra que mientras tanto opacaba el paisaje tropical. Sin embargo, tan ingrata impresión que recibieron los canadienses y compartida seguramente por todos los venezolanos, no empañó en realidad a ese paisaje, que siempre estuvo y estará allí, resplandeciente, nítido y caluroso, como ocurre igualmente en las telas de Vásquez Brito. Un espejo del Caribe, es decir, su continuación en el arte.

Rafael Pineda