Julio Maragall 1994

La esencialidad escultórica de la obra de Julio Maragall

El arte de la escultura tiene dos motivaciones, o razones de ser, fundamentales: una de ellas es la indagación de la realidad, con la intención de descifrarla (o de cifrarla) en la exploración de sus volúmenes, formas, movimientos, vacíos, contornos, superficies, texturas, proporciones y demás aspectos de sus apariencias; y la otra es la de partir de esa misma realidad para alejarse de ella, tomando sólo sus formas para tipologizarlas genéricamente y retener de ellas su esencia general, es decir: para abstraerlas y convertirlas en formas puras, que pueden terminar por negar y olvidar las realidades que las originaron. Entre esas dos opciones existen, desde luego, innumerables posibilidades intermedias (sin contar las desviaciones alternas y las actuales hibridaciones extra-escultóricas).

Vistas en ese orden de ideas, las obras de Julio Maragall corresponden a la primera de las dos opciones descritas, porque la razón de ser que las motiva es la de la indagación de la realidad, que se particulariza en su caso en el estudio de las formas del cuerpo femenino y de los grupos de figuras femeninas, considerando esas formas sobre todo como masas volumétricas armoniosamente combinadas.

Pero esa primera opción en la que se sitúa la obra de Julio Maragall, tiene también algo de la segunda tendencia, en el sentido en que la evocación de la figura real de la mujer se reduce a veces a no ser más que un punto de partida para desarrollar con cierta autonomía un juego de volúmenes y de formas que adquieren, por sí mismas, un valor protagónico en la obra resultante.

No es que el hecho de representar figuras femeninas pierda toda su importancia y pase a convertirse en un simple pretexto para una especulación puramente formalista, o para realizar una obra abstracta. No es ese el caso de las obras de Julio Maragall, que mantienen claramente su función representativa y no tienen nada de abstractas. Pero están muy lejos de caer en la descripción realista de la mujer. ni en la imitación o la copia fiel de la anatomía de su cuerpo. Ni siquiera son obras propiamente realistas, porque su realismo es sugerido, formalmente distorsionado, subjetivado, casi elíptico y estilizado.

Las figuras de Julio Maragall parecen mover se con los mismos gestos y ademanes que corresponderían a los que pudiéramos ver en la realidad; es decir, que son verosímiles como representaciones de movimientos humanos. No obstante, así como las formas de sus personajes femeninos no intentan ser muy realistas, sus movimientos tampoco pretenden copiar exactamente a los de la realidad; les basta con ser verosímiles, no con parecer verdaderos, sino con parecerse a los verdaderos. No crean la ilusión de ser iguales a los mismos gestos reales, sino que simplemente los sugieren.

En todo caso, hablar de movimientos, de cualquier movimiento, al referimos a estas esculturas de Julio Maragall, o a otras de cualquier otro autor (con excepción de los móviles de Calder, o los de otros artistas), viene a ser estrictamente un contrasentido, porque en verdad no se mueven. Las esculturas, sean de bronce, mármol, madera, hierro, piedra artificial, o lo que fuere, son objetos inmóviles, rígidos y casi inmutables, creados para perpetuarse tal como fueron concebidos, o, más exactamente, hasta el límite de la resistencia de sus materiales al inevitable deterioro del tiempo.

No obstante, pese a esa inmovilidad connatural de la escultura, es precisamente la representación del movimiento una de las características más resaltantes en la obra de Julio Maragall.

Cuando hablamos del movimiento que vemos en las obras escultóricas, nos referimos simultáneamente a dos cosas distintas: una de ellas es el movimiento que representan, que en el caso de las esculturas de Julio Maragall alude al movimiento normal de la gente (recostada, sentada, caminando, etc.); y el otro tipo de movimiento es el que sugieren las combinaciones de sus líneas de contornos, sus volúmenes y sus vacíos, sus ritmos, en el curso de sus diversas «lecturas» visuales posibles.

Ambos tipos de movimientos son irreales, inexistentes, puesto que las esculturas no se mueven; sin embargo, cada uno de esos dos tipos de movimientos contiene, en estas piezas de Maragall, otros movimientos, no menos irreales, desde luego. Por una parte, en varias de estas esculturas vemos, por ejemplo, las figuras de unos personajes femeninos con posiciones diversas que conforman una escena; y ese conjunto de figuras nos hace pensar o imaginar un grupo de gente que se encuentre en una situación real parecida a la que está representada en la escultura; es decir: el grupo de la pieza escultórica nos remite (o se refiere) a una realidad posible (así cumple una de sus funciones básicas, que es la función referencial).

En este sentido, la primera lectura de la obra comienza cuando reconocemos en ella la representación de unas figuras humanas. Casi de inmediato descubrimos lo que pasa entre ellas, lo que están haciendo, porque las comparamos con otras situaciones imaginables. De ese modo estamos viendo dos cosas simultáneas: una escultura real, que representa a un grupo de gente, y al mismo tiempo (aunque más débilmente, por su ausencia real y su fugacidad) vemos en la imaginación a un grupo de personas parecido al de la escultura. En esta confrontación se produce el efecto ambivalente de la identificación entre la escultura y la realidad invocada (o representada), y, casi al mismo tiempo, el de la diferenciación entre lo que es la obra escultórica y lo que imaginamos como escena representada. En seguida apreciamos que son dos cosas distintas, que nacieron relacionadas y que permanecen vinculadas, pero que son muy diferentes y que ni siquiera tienen que parecerse entre sí. La pieza escultórica de Maragall sigue siendo figurativa, muy figurativa; sus formas dependen de lo que represen tan, pero su grado de sumisión es pequeño, porque los volúmenes y las líneas escultóricas tienen un valor autónomo (valen por sí mismas y no sólo por lo que representan).

No cabría en estas páginas el continuar extendiéndonos en la descripción del proceso de apreciación de las esculturas de Julio Maragall, que ya hemos ejemplificado en forma suficiente. Pero omitimos algunos aspectos que vamos a añadir de un modo menos prolijo.

Estas obras de Julio Maragall poseen una evidente unidad de espacio y de forma en su apariencia material, y tienen también una unidad de tema, de espacio, de tiempo y de causalidad en su significación representativa. que constituyen su verosimilitud como imagen figurativa.

Pero, asociada a esa «verdad» figurativa, que sugiere una realidad representada, hay otra realidad diferente, que es la de la ficción artística, la de la escultura como obra autónoma. La similitud de la obra con la realidad es en este caso atenuada para que no oculte su propia realidad de obra escultórica. Se ofrece esencialmente como una escultura, cuya razón de ser es la de presentarse a sí misma, más que la de representar una escena de la realidad. No está subordinada a las realidades evocadas.

Para compensar el desgaste sensorial que nos ocasiona el exceso de estímulos perceptivos violentos que constantemente nos agobia en el ambiente de la vida metropolitana, el artista se ve obligado a intensificar los efectos de sus obras sobre nuestros sentidos; y así como el color de la pintura de este siglo se volvió más saturado y de contrastes más encendidos, de igual modo los volúmenes y las formas de las esculturas también tuvieron que hacerse visualmente más intensos. Esta es una de las causas generales, entre otras, que explicarían la deliberada simplificación de las formas en las esculturas de Julio Maragall, que además de ser simplificación, en el sentido de sintetización, es también una concentración y una intensificación del juego visual de volúmenes, vacíos, contornos lineales, movimientos, ritmos, etc.No obstante, el trabajo de Julio Maragall no cae nunca en lo que Paul Valery llamaba «la retórica del shock». Ni siquiera se ve tentado por la atracción de las vistosidades, los efectismos, preciosismos y otras complacencias fáciles, ni tampoco gusta de truculencias, rebuscamientos y otros excesos. Su obra es, por el contrario, sobria, severa y casi austera.

Desde el punto de vista propio del actual movimiento escultórico venezolano, la obra de Julio Maragall podría parecer anacrónica, en el sentido en que no es tributaria de las corrientes predominantes en la vanguardia de la escultura contemporánea, ni corresponde a las modas artísticas vigentes. Pero ese distanciamiento, o ese retraimiento, podría entenderse como un síntoma de independencia creativa. Y no dejaría de ser hasta temeraria y desafiante la actitud de situarse deliberadamente a contracorriente de la evolución de la escultura venezolana de los últimos decenios, como lo ha hecho Julio Maragall.

    Mientras casi la totalidad de nuestros escultores ha derivado su trabajo hacia los ensamblajes y las instalaciones, al mismo tiempo que esa producción se ha vuelto más «pictorizada» (o influída por lo pictórico), por su incorporación destacada de colores, texturas, signos, y sobre todo por la eliminación de los puntos de vista múltiples alrededor de las obras, que ahora se reducen a ser bifrontales (de sólo dos fases), cuando no se limitan a un solo punto de vista, frontal y único, como el de una pintura o un dibujo. Mientras ese proceso de disgregación o de disolución de lo escultórico ocurre en nuestro medio, Julio Maragall concentra su trabajo en lo que es más específico y esencialmente escultórico, asumiendo la osadía de mantenerse fielmente apegado a las más antiguas y clásicas concepciones del arte milenario de la escultura.

Perán Erminy