Julio González 1989

Encuentro con Julio González

Por Roberto Guevara

Es inevitable pensar que las obras de Pablo Picasso y Julio González, como sus vidas, tienen puntos de confluencia. Los artistas están vinculados por una misma época, un mismo origen y fuertes coincidencias en las circunstancias vitales. Picasso nace en Málaga, pero su formación básica la recibe de su padre y en esa Barcelona que conoce de niño y adolescente. González nace allí, en esa Cataluña germinadora de talentos y movimientos. Pocos años de diferencia para sus nacimientos: Julio González en 1876 y Pablo Picasso cinco años más tarde, en 1881. Pero ambos conviven en la efervescencia de Barcelona como lugar de revelaciones y hechos insólitos. En cierta medida, podría decirse que ambos crecen artísticamente con los sueños delirantes de Antonio Gaudí, ya que les correspondió presenciar la construcción de obras geniales del arquitecto/escultor más original de nuestro tiempo, «La Sagrada Familia» y «El Palacio Güell», que eran como grandes estructuras profundamente revolucionarias, y al mismo tiempo vinculadas con un pasado remoto, medieval y renacentista, que está en la base de la historia de la ciudad. En ese ambiente dicotómico, académico todavía, pero ya abiertamente innovador y hasta pionero, estarán juntos Picasso y González hasta el fin del siglo, cuando finalmente se encuentran en el famoso café «Els Quatre Gats«, fundado en 1897, y frecuentado por amigos célebres de ambos, entre ellos muchos que fueron plasmados en dibujos y retratos que allí más tarde. Picasso expuso allí más tarde.

     González viaja por primera vez a París en 1899. Picasso lo hace un año más tarde. Para los dos artistas en la primera juventud París es una fuente inagotable de ideas, hallazgos y personalidades que obligan a cambiar el rumbo de la existencia, por la fuerza de sus convicciones y de sus obras, como Brancusi, Modigliani y Gargallo. Pero allí también son sacudidos por la pérdida de seres entrañables. Casagemas, el gran camarada de Barcelona, que acompañó a Picasso en el primer viaje a París, se suicida, desesperadamente solo, en un alegre café parisino. Julio González se entera de la muerte del hermano más querido, Joan, en verdad su gran amigo, soporte, cuya desaparición provocó una violenta crisis en el artista.

Todos sabemos que Julio González es considerado como un artista fundador de la escultura contemporánea. Pero todavía nos sorprende constatar el hecho de que es también uno de los menos conocidos. Su obra es casi exclusivamente referida al trabajo escultórico; los estudiosos señalan una y otra vez su valiosa contribución y el rango de una obra cimera, pero González se ha mantenido lejos de las grandes empresas divulgadoras y, por lo tanto, al margen de las grandes audiencias. De allí el interés de cualquier iniciativa para hacer conocer su trabajo, como esta notable y selectiva muestra destinada a ser presentada tanto en Europa como en América, que se basa en trabajos poco conocidos, ediciones en bronce, telas y dibujos de diversos períodos. Son fragmentos significativos, aunque dispersos, para entrar en el contexto creador de un artista más bien solitario, severo y hasta taciturno, que asumió sus tradiciones con respeto, pero aceptó en cambio con violencia las rupturas que permiten abrir nuevos lenguajes y nuevos tiempos. Es el caso singular de una obra radical y contundente, conducida por un hombre de admirable discreción, que forjó, casi con humildad, un nuevo sentido para la escultura del siglo.

Picasso y González viven en París, aunque hacen frecuentes y prolongados viajes a una Barcelona donde todavía están vivas raíces demasiado profundas. Picasso vuelve para pintar allí algunas obras fundamentales, como la extraordinaria «Celestina» (1903), «El Viejo Guitarrista» (1903), y otras telas que marcan ya la declinación, tal vez prematura, del período azul. En la primera década parisina, Julio González pinta y dibuja con intensidad, con esa misma impetuosidad apagada, como si quisiera poner en la obra la misma rotunda vivencia de la realidad que registra Picasso. Ambos son atraídos por dos áreas confluyentes, los seres carentes y afligidos, los «outsiders» que toda sociedad produce; y en contraposición, los rostros más comunes, más vecinos en nuestra intimidad cotidiana. Los procedimientos para traerlos a la escena del arte pueden ser diferentes, la memoria o la simple actitud de tomar la vida que tenemos delante como modelo. Pero la materia humana es una sola. En ese clima de cambios y transformaciones, Julio González encuentra estímulo para desarrollar simultáneamente la pintura y la escultura, como acordes que se complementan y se requieren. Los temas pasan de un medio a otro y se constituyen como los reversos de la medalla, dos aspectos de una misma experiencia. Mujeres jóvenes y maduras, madres en la playa con sus hijos o maternidades donde la mujer casi está «fundida» a su hijo. Los temas despiertan a veces sorpresivas coincidencias con los de Picasso e incluso afinidades de tratamiento. De hecho «Maternidad Triste y «Maternidad del cesto«, ambos de esta primera década parisina, son pinturas que recuerdan, por los tonos azules y grises, por los contornos borrosos y la tristeza sofocada, los ambientes que Picasso crea para temas casi idénticos. Pero no se trata, en modo alguno, de paralelismo arbitrario. No se trata en absoluto de experiencias conjuntas, como ese proceso casi único en la historia de la pintura que viven Braque y Picasso (hacia 1911) cuando investigan con obsesión la experiencia cubista. En este caso, Braque y Picasso comparten a conciencia los mismos registros, y hasta definen una misma actitud: no concurrir a los salones cubistas y a otros promovidos en el ambiente de París. González asimila en un tiempo donde las influencias y las correspondencias resultan irremediables y frecuentes. Su obra se desarrolla entre grandes sacudidas y procesos agrupados en el tiempo, con grandes distancias. Puede asimilar de todo, hasta alguna influencia de Degas entre otras, pero se niega a aceptar dogmáticamente la revolución cubista, al mismo tiempo que deja que su obra incorpore elementos de organización y el espíritu de síntesis, que se mantendrán por muchos años, hasta la década de los treinta. Esta asimilación lenta tiene grandes ventajas. Es espontánea. Es duradera.

Por eso las etapas en González son autónomas, no coinciden necesariamente con las de otros artistas, siguen líneas propias, determinadas desde la compleja vida interior del artista. Se podría decir que los dibujos y pinturas dominan las primeras etapas. Y que en la obra «Visage de Jeune Fille» (1908, c.) se encuentra esa misma mirada absorta, triste, de tantas telas del Picasso rosa. Pero en oposición, en este mismo momento encontramos otra tela de González, «Tete au chignon«, un rostro mucho menos apacible y poco «pictórico», casi un apunte para una escultura, una sombra que luego se convertirá en efecto en el poderoso rostro esculpido, «Masque in quiet (1914, c.). El universo de González se define como un acontecimiento simple y reiterado, como la existencia. Se basa en la gente comprendida en el cerco más íntimo. En la segunda década parisina, la escultura en bronce adquiere relevancia en el trabajo de Gonzalez y mantiene, como señalamos en el ejemplo anterior, una relación de ecos que se corresponden a través de medios diferentes. En 1910 hace su primera escultura en hierro, material decisivo para impulsar una obra original, decisiva, cuyos alcances aún hoy en día nos sorprenden. Tal vez faltaba todavía algo. Y para 1918, un hecho lo confirma. González toma una pasantía como aprendiz en el taller de soldadura autógena de una empresa parisina y encuentra precisamente allí la clave para toda su obra futura a partir del hierro, la gran revelación.

La pintura sigue todavía dominante un tiempo. Los procesos de asimilación a las nuevas corrientes y de apego a una tradición ya distante, Catalana, se revelan en dos obras que se oponen: el retrato de «María Teresa» (1925/30, c.) y el de una «Paysanne au foulard«, de la misma época. El primero, español, ceñero, excepcionalmente apegado a la consistencia; el segundo complicado en otra reconstitución de los planos de un retrato, perfil/frente insinuados y fundidos, donde se manifiesta la síntesis procurada por la enseñanza cubista. Esta dualidad no era peculiar de González. La mantenían muchos otros artistas, incluso el mismo Picasso, quien desde 1916 se aleja paulatinamente del cubismo y vuelve a procesos anteriores, o tal vez a otros más inesperados, ligeros o simplemente diferentes, que desconcertaron a no pocos críticos y seguidores de su trabajo. Pero todos ellos están defendiendo precisamente el derecho a establecer un proceso propio, ajeno a los determinismos externos, aún cuando éstos están apoyados en la lógica. Cada uno lo hace a su manera, pero es la misma convicción. Ser libre, incluso frente a la propia obra.

La gran eclosión para la escultura viene después. A mediados de los años veinte se inician las esculturas en hierro. La gran exploración en este material, después de mucho, muchísimo tiempo. La obra de González lanza una proposición airosa, erguida, que asume al espacio como otro material, no como un simple lugar donde colocar volúmenes. Los resultados nos han maravillado siempre: «El hombre del Cactus«, «Don Quijote«… y tantas otras invenciones fabulatorias y rotundas a un tiempo, que han llegado a caracterizar tan bien la obra de Julio González. Es un trabajo que surge de la alianza de tres grandes fuentes o tradiciones: la artesanía catalana del hierro forjado, la explosión formal del cubismo y el sentido épico (y también instintivo altamente) de las culturas tribales. Los treinta abren con otra investigación, máscara y esculturas con planos lisos, rotos, sometidos a relieves sobre la chapa metálica, que se encuentran ilustradas en esta muestra. Por ejemplo, hay una obra de muy pequeño formato, «Petit format de Paysanne» (c. 1929), que define una admirable figurita, plegada sobre su propio enigma, indescifrable y fascinante, que ilustra bien lo González puede hacer con la lámina doblada y sensibilizada. Hay una pieza frontal que constituye una suerte de naturaleza muerta, grabada por incisión sobre el metal, entre planos desarticulados, llamada «Le Compotier«. Y hay también las máscaras mismas, de comienzos de los treinta, como «Visage d’Adolescent«, «Petit Masque Decoupé Monserrat«, que aplican una ingeniosa solución de relieves fractuados. Una obra requiere nuestra atención, porque anuncia un salto, cincuenta años adelante, para alcanzar el advenimiento de los nuevos expresionismos primarios y salvajes de los ochenta: «Masque d’Adolescent» (1920/30), una pieza simple, total, que rompe con todo lo existente hasta ese momento.

En esta época de florecimiento se hace más estrecha la amistad y la colaboración entre Picasso y Julio González. Desde 1928 Picasso frecuenta a González y le pide ayuda para sus esculturas metálicas. Juntos trabajan en el taller de González en París durante cuatro fecundos años. De ese momento privilegiado de estímulo recíproco, surgen obras extraordinarias de Picasso, todas en hierro. Como «Cabeza de Mujer» (1931), y la insólita y gonzaliana «Mujer en el Jardín» (1929/30), o la singular «Construcción en hilo metálico«, posiblemente la obra más «lanzada» al espacio hecha por el genial artista. Pocos años más tarde, quedaría otra memorable conjunción. Picasso y González, juntos, representan a España Republicana en la Gran Exposición Internacional de París, de 1937. Son obras para la historia. Picasso con «Guernica«. González con «Monserrat«, la obra más conocida del escultor, donde una madre y su hijo, hechos con láminas metálicas dobladas y una esencialidad desafiante, que representa la integridad de todo un pueblo.

A los 19 años, en 1895, Julio González forjó en metal una obra tal vez circunstancial, «Crisantemo«, que en verdad más que flor es un sol de rayos recios y una finísima, sutil estructura, que es como el preludio para una obra que llevaría el metal, y más específicamente al hierro, a un lugar en el arte donde nunca antes había estado. Así sucede siempre con González. Hechos sembrados en el tiempo, vuelven y reconstruyen su sitio en otros presentes. La vida va y vuelve, los días, los años, son móviles. La obra también. Así se hizo la metáfora más hermosa de la escultura contemporánea. La obra sutil, casi asediante en su intensidad, de un artista que nunca terminará de conmovernos.