Francisco Narváez 1991

Bronces para reproducir piedra sobre piedra

En Venezuela se ha llegado a decir que Francisco Narváez es El Escultor. Parecería que su trabajo es La Escultura. Frases grandiosas, grandilocuentes tal vez, si se entendieran como la realidad de tantas veces: el culto a la personalidad. Parece, sin embargo, que esas frases intentaran sintetizar lo que, a nuestro modo de ver, es más preciso: que la obra de Narváez, vista desde finales de la década del 20 hasta su fallecimiento en 1982 cubre, en términos amplios, la historia de la escultura universal.

Pocas lecciones más claras para los estudiantes de arte que la de un seguimiento de los distintos períodos de este escultor margariteño para saber cómo el hombre-escultor ha resuelto, a lo largo de los siglos sus relaciones:

– con la materia prima 

– con sus propias obsesiones y temáticas personales

– con su deseo de rehacer los cuerpos del mundo externo

– con su necesidad de crear forma nueva, artificial, artística, independiente de sí mismo y de las formas del mundo.

Su trabajo se organizará, para este estudio, según cuatro de sus intereses básicos:

– la temática figurativa

– la figura estilizada la forma abstracta

– la forma y la materia conceptualizadas.

Otros autores se han referido, a alguna de esas épocas con distinta terminología y han ahondado en las primeras. Para esta exposición nuestro interés se concentrará en las obras de sus últimos años si bien parece oportuno cubrir brevemente sus primeros tiempos.

La temática figurativa

Se ha hablado de Criollismos, Nativismos, Localismos para referirse a esculturas de una época en que Narváez era el hacedor de formas como cuerpos, de figuras de bulto, centradas, únicas o en grupo, o de relieves decorativos que, en las fachadas de importantes edificios (antiguas sedes del Museo de Bellas Artes, del Museo Bolivariano, Escuela Francisco Pimentel por ejemplo) reproducían tanto cuerpos humanos como motivos vegetales ornamentales. Pescadoras, aguadoras, mulatas, negros, desnudos con plantas como la famosa mujer de su «Desnudo con Hoja de Cambur» (1932), maternidades, personajes mitológicos, como Las Toninas (Plaza O’Leary, 1943), grupos familiares, nativos idealizados como las importantes figuras de Barutaima (1947) y Surima (1948) y hasta el ya un tanto más facetado y estilizado Atleta, de la Ciudad Universitaria de Caracas, iban a conformar todo un grupo de formas escultóricas donde prevaleció:

– la identificación de (y con) los seres del mundo;

– la transformación de la materia prima natural, maderas y piedras de distintas consistencias, en «temática», en descripción, en narración, a partir tanto de la actitud observadora de su entorno humano, como de su proyección afectiva sobre ellos, como de su necesidad, artística al fin y a la postre, de convertirlos en otra cosa: en forma, en bulto escultórico, lugar de la textura y la superficie, del llamado al tacto por la porosidad o la lisura, del llamado a la luz por el volumen, el entrante y el ocultamiento, materia capaz de reflejar o absorber mayor o menor cantidad de la luz del entorno si más lisa y pulida, o si más áspera y porosa;

– la sensualidad, particularmente.

Sensualidad de y por los cuerpos. 

Sensorialidad, también, esa exaltada ante el pedazo de madera o piedra que habrá de servir para inventar los cuerpos a su gusto y deseo, que es como una manera de hacerlos «a imagen y semejanza» de los afectos del escultor por la materia del hombre y de los distintos seres del mundo.

Aquí Narváez es el artista que hereda las bases de la tradición escultórica. Según ella el escultor es, también, un artesano, un hacedor con sus manos. Es también un ser empático con las formas externas y con la propia forma que aprende desde sí mismo: el cuerpo humano y su anatomía son el estudio escultórico por excelencia. Pero no es sólo «el cuerpo», universal el que interesa. La tradición escultórica de los cuerpos tallados o vaciados en bronce también incluía, en cada época, las relaciones afectivas, proyectivas y de identificación del artista tanto con los seres particulares como con los seres sociales, los de su raza, los de su mundo. O, en momentos de idealizaciones religiosas, los seres divinos que siempre, en definitiva, tenían rostros y cuerpos de gente.

Narváez no se dedicó a realizar dioses y vírgenes pero sí idealizó los cuerpos, incorporó seres mitológicos, exaltó la raza, e incluso realizó algunas figuras sagradas. Y aun la marginalidad de los cuerpos agobiados por un trabajo sobrepasante se convirtió en un canto a la belleza la del trabajador: músculo tenso, fortaleza física, ejemplo de «perfección corporal». Surima, Barutaima o El Atleta son, gracias a la idealización escultórica y a los amores por la forma y por el tema, humanos convertidos en semi-dioses.

La figura estilizada

A partir de 1951 y después de El Atleta Narváez pasa por un período que Alfredo Boulton llamaría de las «Formas Nuevas» y que va a culminar hacia finales de los años 60. Siguen los cuerpos. Pero son ya «otros»: cuerpos escultóricos que proviniendo de los cuerpos humanos, van en traslado, en transición hacia las «formas puras». Pero aún no son, evidentemente, formas puras. Por eso ellos mismos, cada una de estas piezas, pueden verse como un espacio-tránsito. Un estiramiento, una tendencia, un alargamiento de la forma, un desenvolvimiento de lo concentrado sin llegar aún a lo abierto. Ahora, más que personajes, hay cabezas, torsos, óvalos, formas corpóreas. Hay también aquí una actitud de los escultores: siguen todavía confesando sus identidades con los cuerpos del mundo, son ellos mismos cuerpos de mundo y amantes de los otros cuerpos. Pero ya no se conforman con observarlos, describirlos, narrarlos. Ya no es suficiente con parecerse a algo o a alguien ni con idealizar un ser para divinizarlo.

En la misma medida en que las esculturas se van des-tematizando sutilmente y van perdiendo la fuerza del significado, van a ir a afirmar progresivamente la fuerza de la forma y en esa misma medida los escultores, y Narváez en este período es buena muestra de ello, van acercándose a la materia y sus cualidades, a la materia en sus características, ya no para ponerlas a complementar las descripciones de un personaje sino para realizarlas como válidas por sí mismas. Pero realizarlas por medio de una sofisticación, una pulitura, un brillo, una perfección de los acabados, una tactilidad refinada. Interesa notar que en esta época hay:

  1. a) Una estilización formal de la figura humana o animal, de los cuerpos naturales en definitiva (desdibujamiento de precisos rasgos y perfiles, entronización de las curvas alargadas, por ejemplo).
  2. b) Un deseo progresivo de ir encontrándose con el material natural, como sustantivo. No como simple adjetivo de las figuras, como sucedía en su primera época.
  3. c) Pero esta ida hacia el material natural la hace curiosamente, por medio del sobre-trabajo en la materia. En el caso de la madera se muestra cada vez más la veta, pero sobre ella el artista pule mucho, y refina. La materia, en esta época, es un refinamiento. Un énfasis en el acto del artista que trans-forma la materia. Hay, pues, tanto un alejamiento desde la figura, como una magnificación de la forma, como un renovado interés por el material natural. Pero éste, a la vez que se va a mostrar se va también a ocultar con el sobre-trabajo del artesano-escultor que perfecciona y pule.
  • La forma abstracta

Hacia fines de los años 60 y en especial el inicio de la década de los 70 va llegando cada vez más el escultor a una forma abstracta más radical. Pero esto parece un decir muy general. ¿Qué tipo de abstracción, aquí, le interesa? ¿Cuáles son los aspectos centrales de las cosas, del mundo y del arte, que quieren abstraer, esencializar? Quizás un inicio de respuesta esté en la frase que con frecuencia decía Francisco, el hijo del ebanista, a su compañera Lobelia. «Yo quiero llegar a piedra sobre piedra». Materia prima sobre materia prima. Elemento natural sobre elemento natural. Leño sobre leño. Piedra sobre piedra. Las formas abstractas de Narváez se van a basar de modo sumamente laxo en la geometría. Una geometría muy general, poco exacta. Válida para la composición, la estructura interior, algún vacío. Su abstracción va más bien orientada por una intención de orden, de encontrar ciertas esencias en la naturaleza. Su mismo uso del ochavado es ya un modo muy libre de interpretar este concepto y de hacer uso material de él. (Si el ochavado es en rigor un tallar llegando a producir figuras de ocho ángulos iguales «y cuyo contorno tiene ocho lados, cuatro alternados iguales y los otros cuatro también iguales entre sí» Vemos que en Narváez el ochavado es una talla que hace apretadas, multiplicadas y libérrimas facetas).

Otros artistas y escultores abstractos buscaron elementos esenciales mucho más mentales, menos «orgánicos» que Narváez. La línea, por ejemplo, fue una de las unidades significativas del arte abstracto-constructivo. La línea, pura, esa que no existe directamente en la naturaleza. Ella es ya una elaboración mental a partir de las cosas visibles. Así, una escultura abstracta de Soto, Gego, Cruz-Diez, Ramírez Villamizar, cuyas unidades significativas fueron estructuras de base lineal (el cubo de líneas, el triángulo, la pura línea en paralelas, en perpendiculares, en diagonales, etc.), se alejaban tanto del parecido con las figuras del arte anterior, o con la forma exterior de los seres de la naturaleza y del mundo, como las de Narváez. Pero Narváez, no sólo puso el énfasis de su abstracción en la forma sin referencia a lo natural, sino también en el rescate del material natural, pero un material que ahora no serviría de base para tallar vírgenes, majas, mulatas o trabajadores urbanos sino para decirse a sí mismo en su más pura apariencia: madera que se dice madera, con su lenguaje de la veta, la textura, el tono, la dureza; piedra que se dice piedra, con sus asperezas, sus translucideces, sus porosidades, su apego o su flojedad por el polvo que la constituye. Dice Narváez entonces: «en las maderas aprovecho las vetas, la pátina, el color (…) en las piedras aprovecho las superficies rugosas e imperfectas». (Dirá también Narváez que a sus bronces agrega el cromado. Aprovechar lo ya existente, sacarlo, mostrarlo, en piedras y maderas; agregar nuevas materias, texturas y apariencias, en los posteriores bronces, van a ser aspectos importantes en las diferencias y complementos entre los lenguajes de los materiales y la actitud del escultor ante ellos).

Esta época va a ser rica en el asentamiento, en la colocación, en el ensamblaje de pieza sobre pieza. Así como la primera época había sido intensa en la observación e identificación (si bien ésta muy libre y personal) e implicaba una mirada más «a nivel» con las cosas reales, una mirada casi descriptiva, detallada, detalladora de las formas naturales, de su exterior. Y así como su segunda época había implicado una estilización, un alargamiento, un ascenso de las formas, una pulitura de sus bordes y aristas, un quitar relieve a las durezas y límites, un hacer tránsito entre las apariencias de «lo real» y la transformación por el arte, tanto de la figura como de la materia.

Estas últimas piezas abstractas, énfasis tanto en el «lenguaje» como en la materia «al natural», van a mostrar, como mucho arte del siglo lo hizo, que la abstracción era tanto un alejamiento desde el mundo de las cosas hacia las esferas del lenguaje, del concepto, de lo mental, (pues el artista creaba, con lenguaje, un «nuevo mundo», independiente de la naturaleza) como, por otra parte, que la abstracción implicaba, también, un acercamiento a la materia prima original de la que partió la escultura. Pero no ya un acercamiento para pulir, cubrir, alisar sino para mostrar, revelar. ¿Paradójico? No tanto, si consideramos que una de las aspiraciones del que abstrae es ir a lo fundante, a los primeros principios, y esos primeros principios son tanto del mundo de la idea forjadora como del mundo de la materia prima (materia primera).

Narváez, en sus maderas sobre maderas y sus piedras sobre piedras no sólo va a trabajar con el moderno lenguaje escultórico del ensamblaje, sino que va a contrastar, en cada pieza, los dos ejes de su interés abstracto:

  1. la huella de la mano y la herramienta que alisa, faceta, aplana la materia, para que ella sea como un espejo opaco que no refleja nada de lo aparente del mundo; que refleje sólo el lenguaje del tallista.
  2. La «muestra» de cómo es la textura natural, la materia «original». La naturaleza está allí mostrando parte de sus propias cualidades. Su rudeza, su fuerza. El escultor no oculta, ni refina, ni cubre ni niega, sino que muestra.

Ver obras como su Samán Negro (1978) en madera o Piedra de Cumarebo (1970), en piedra, permite comprender mejor estos problemas. Va a darse aquí una yuxtaposición, dentro de la misma forma continua, del plano-materia natural y del plano «intervenido» (materia vuelta cultural y conceptual gracias a la mano que la trabaja). Síntesis entre naturaleza, mano, intelecto.

Narváez en realidad no llega solamente al ensamblaje y el asentamiento de piedra sobre piedra. Llega también, en sus formas abstractas, a lo que va a ser otro gran interés de la modernidad abstracta y constructiva: la idea del espacio «abierto». La colocación de una pieza sobre otra implica, en algunas de sus obras, dejar el vacío en medio. Parecería que, en cierto momento, el escultor no se conforma (y no con-forma a su escultura) con la faceta lisa que es huella de su mano, su instrumento, su decisión de cambiar el material natural. Una consecuencia en el proceso del «hacer» es el aparente «no hacer». Una consecuencia del facetar o pulir es el dejar vacío. Una consecuencia de la necesidad de decir con lo material, es mostrar zonas de inmaterialidad. Los escultores del siglo XX van a hacerse maestros en los espacios abiertos. La antigua idea del «volumen negativo» que pareció estar siempre a las órdenes de la necesidad temática, y también lo estuvo en el Narváez de la primera época (esta oquedad en un cuerpo; este ángulo interno del brazo que hace un vacío con la cabeza que sostiene), pudo haber sido apenas uno de los «cimientos plásticos» para después llegar al vacío. Pero mucho más lo sería el espíritu de una época que, tanto en la Física como en la Filosofía (Física y Filosofía Modernas, que datan del siglo XVI) como en el Arte Moderno, desde el siglo XIX al presente, se va a interesar en la energía y no sólo en la masa; en las relaciones entre las cosas (y entre seres y cosas por la percepción) y no sólo en los objetos sólidos, externos y «dados» por la naturaleza; una Física y una Filosofía que van a elaborar los conceptos de espacio abierto de vacío, negado o llenado, y que va a marcar los intereses de los artistas: para muchos de ellos el vacío no existe, para otros el vacío activo debe mostrarse, debe acentuarse, o debe, en algunos casos, «llenarse» de finísima materia para ser evidenciado, Gabo, Pevsner, Moore, Soto, llenan de líneas sutiles pudo haber un espacio perforado, hueco, el aire-ambiente que nos envuelve, para hacérnoslo ver.

Narváez llegará menos radicalmente al vacío, pero quiere señalarlo, juega con él, a veces lo virtualiza. Con madera pulida, piedra facetada, metal cromado, pieza sobre vacío parece establecer ciertas relaciones entre las ideas de espacio interior, espacio abierto, espacio pulido, espacio de brillo y reflejo. En cualquier caso, tanto en la piedra como en maderas o bronces el escultor ha necesitado penetrar la opacidad, traspasar la textura, fluir las visiones horadando las solideces, ir más allá del puro volumen. Ya en los bronces del final de su vida, las facetas son «pulitura» y, a diferencia de las facetas en las piedras, que eran espejo opaco que nada reflejaba de lo aparente del mundo, estos sí iban a incluir la ilusión -deformante- del espejo.

Narváez hace el tajo, faceta, va buscando alisar la superficie. El corte tajante es su huella, su impronta en la materia. Un acto de decisión: la de negar la piedra por momentos, por pedazos. Negarla para encontrarla. Para exaltarla. (En sus tajos parecería ir implícita esa tenacidad que le admiraron sus allegados: «el no era un no; él era un hombre moderado, pero firme», dice Lobelia. Y Boulton: «era un hombre terco»). Pero facetar y pulir era también un acto de artificio, de delicadeza y conocimiento. Quitar materia, alisarla para crear la forma. Emparejar, facetar, bruñir, poner a brillar, abrir. Facetas, aberturas y pulituras sobre la materia para hacerla cultura.

  • Siendo el brillo una exacerbación de lo superficial, este brillo funciona sin embargo como artificial apertura (hacia atrás) pues refleja a quien se asoma.
  • Siendo la abertura una «destrucción» de lo superficial funciona como apertura real (deja ver más allá -más atrás-más al fondo del espacio en que la escultura habita (como en su Gran Volumen de Amuay, o Monumento a la Energía).
  • Siendo el espacio interior acentuado con la ventana, la perforación, el hueco, las formas sólidas que lo rodean aparecen a la vez como aposentamiento de lo sólido e irradiación de lo, potencialmente, abierto.

Pero Narváez nunca des-materializó del todo, pues siempre acentuó su canto a la materia, su volumen, su textura su superficie, «su apariencia natural».

Narváez pasó pues de las formas talladas (en madera y piedra), centradas y de bulto, de las formas que eran «figuras», con alto contenido temático, descriptivo, hasta las figuras estilizadas, de materia pulida, que seguían sin embargo siendo obra de bulto y obra cerrada, concentrada, y «talla», hasta esas formas ensambladas, permeadas, formas que ya no eran figuras ni nada representaban ni describían directamente. Formas que se presentaban como pedazos de la materia natural, como zonas de vacío, como productos de la idea, que las abstraía. Estos pases de Narváez son, como hemos podido ir notando, también pases y cambios clave para entender la historia de la escultura, desde los siglos anteriores hasta la modernidad. Y si observamos tres piezas como por ejemplo: una virgen tallada en madera, una Figura Reclinada de Henry Moore o las piedras «conceptualizadas» por Bob Morris (Dolmen), podemos ver más claramente tales procesos.

Pero después de lograr su aspiración de llegar a Piedra sobre Piedra y a Madera sobre Madera, después de haber realizado una abstracción orgánica y una moderna escultura ensamblada, en la que además se incorporaba el vacío, Narváez no ha terminado sus intereses en la materia y sus transformaciones. Va a venir durante los últimos años de su vida, un interés en la reproducción y en la re-flexión. Si la piedra sobre piedra es «pieza única», esa forma, cuando es llevada al bronce, puede convertirse en una edición. Seis u ocho piezas a partir de una sola materia. Pero lo que más nos interesa de este último período es lo que creemos poder llamar una torsión conceptual, y una nueva reflexión sobre la materia y sus problemas.

La forma y la materia conceptualizadas

El arte -y la escultura- del siglo XX no se conformó con llegar a la forma abstracta. Y tampoco se conformó, en su camino a las esencias de las cosas, en su camino a sus primeros principios, con llegar a la materia prima original. Tampoco se conformó con romper el bulto, abrirse al espacio e incorporar el «vacío activo». También la Física Moderna se ocupó de las relaciones y «lo relativo» e incluyó el punto de vista como hacedor, «constructor». Y la Filosofía puso el énfasis en la torsión que los lenguajes desde los distintos «puntos de vista», hacen sobre las cosas. E incluso (más sofisticado aún) en la torsión reflexiva que los lenguajes hacen sobre los otros lenguajes.

Todo esto va a ser parte del sustrato que las últimas décadas del arte tuvieron. Cuando Narváez lleva a la fundición en bronces sus «piedras sobre piedras» y sus «maderas sobre maderas» ya no trabaja el material directo. Ya no trabaja piedra y madera con el lenguaje de la talla sino que trabaja el bronce y el lenguaje del fundido, pero manteniendo la apariencia del material original: piedra o madera. El lenguaje del vaciado y el fundido va ahora a copiar y multiplicar el lenguaje de la mano que desbasta y sustrae. El ebanista, y el tallador, va a incorporar el conocimiento técnico de otro, el fundidor, para reproducir la idea original, así como la materialidad que el mismo artista trabajó con sus manos.

Hay, por una parte, una separación entre artesano y artista (ya no necesita Narváez hacer toda la pieza para seguir siendo «el artista», ya la modernidad conceptual rescató la vieja tesis de Leonardo: «el arte es cosa mental» y por tanto no hace falta el desarrollo de la pieza en su totalidad, con las manos, para que eso sea «el arte del artista». Y, por otra parte, hay un giro, una torsión reflexiva. Ya no es, como en lo que aquí llamamos su tercera época, una abstracción que lleve a la propia e intransferible cualidad de la materia (ya no es simplemente llegar a piedra que se vea piedra o leño que se vea en sus vetas y texturas. Ahora se incorpora el «como si fuera», tan típico de un arte que no se conformó con hacer objetos sino que quiso también incluir los lenguajes sobre el objeto. Lenguajes del vaciado y del fundido que hace una obra de bronce, pero que rescata apariencias, superficies y texturas de otros lenguajes (de la talla y el modelado) y de otras apariencias materiales (las de la madera y la piedra) e inventa formas de bronce «como si fueran» de piedra o madera.

     También en las piezas de bronce Narváez parece jugar a artificio y naturaleza: a lo primero en las pulituras de casi espejos en sus facetamientos. A lo segundo, dejando esa rugosidad «natural» de la piedra o madera. También aquí es posible ver, en tales contrastes, otra sutileza: el contraste entre el taller del bruñidor, el sacador de brillos, pulituras, y luces, el exceso de «acabado» del artista artesano y, por otra parte, en las zonas rugosas en que el bronce recuerda la roca, es posible ver la abstracción sobre el material original, pero esta vez no la idea abstracta hasta la simple piedra, sino hasta las rocas de las zonas férreas y bituminosas, donde la piedra es también el metal, antes de toda separación, directamente en la mina, Narváez llega a la apariencia del metal en estado bruto. Ante una pieza como la (actualmente expuesta en el Complejo Teresa Carreño) tales afinidades entre bronce elaborado por la cultura, piedra natural, y metal-en-la piedra en estado bruto, se nos dan en la percepción. Y hasta la pátina, que se va volviendo ocre-gris-verde con los años, acentúa tales relaciones perceptivas e intelectuales, tales juegos entre lo que es y lo que parece. Entre el ser una materia y el como si fuera otra materia. Un arte de la adición y la mezcla, del molde y el vaciado, del fundido del bronce, incorpora las apariencias de un arte de la sustracción seca y tajante: la talla. El trabajo del herrero fundidor permite así al escultor y a su público sobre lo que ha sido su trabajo como artesano carpintero y como tallista de la piedra. En bronces con sus cromados, sus bruñidos y pátinas, el escultor «hace ver», jugando con las apariencias de las tallas, los ochavados. Juega a las apariencias del samán, la vera, el amaranto. el amarillo, la caoba, juega a las piedras blancas y rosas, a las piedras de Cumarebo y las de Araya. Las texturas y las apariencias. las superficies y los elementos plásticos siguen complementándose e intercambiándose. Si en la etapa temática ellos eran adjetivos de la figura, si en la estilización y sobre todo en la abstracción de las formas puras ellos se convirtieron en sustantivo, en la etapa de estos bronces bruñidos tales elementos, siendo también abstractos protagonistas, «sustantivos», van a pasar a ser también nuevos adjetivos: por ejemplo, la textura-madera o la superficie-piedra pasa a ser adjetivo, en la forma-bronce.

Un elemento se agrega al análisis de las últimas piezas. Lo que en la etapa anterior era bastantes veces ensamblaje de leño sobre leño o de piedra sobre piedra y prevalecía entonces el lenguaje de lo construido, de lo unido posteriormente (e incluso cuando se trataba de una sola pieza de materia, ésta era tallada individualizando al máximo las formas principales, dándoles la apariencia de ensamblaje) en la época de los bronces abstractos y bruñidos la escultura, aún acentuando la diferencia de cada bloque, va a ser trabajada con esa continuidad espacial y formal inherente al lenguaje de vaciados y fundidos. Algunas de estas obras son a la vez matérica. una espacialidad de lo que está en partes, en segmentos, de lo que está hecho poco a poco (colocando pieza sobre pieza y componiendo) y, al mismo tiempo, la espacialidad de lo que es continuo, de «una sola pieza» característico de la gran escultura de bulto en bronce, característico de ese ser fusionado y hasta envolvente, que tienen los fundidos y vaciados. Con lo cual también, a la final, obliga Narváez a la escultura moderna y conceptualizada a re-flexionar sobre la tradicional escultura de bulto en bronce.

Interesa en este punto detenernos a observar cómo el arte de las distintas épocas de Narváez va a interesarse por cuatro problemas básicos a lo largo de la historia del arte y hasta nuestros días. Ellos son:

LA IDENTIFICACIÓN

temática, matérica

LA ESTILIZACIÓN 

del tema, de la materia, de la forma

LA ABSTRACCIÓN

la ausencia de tema evidente, la revelación de algunos aspectos esenciales de la naturaleza.

LA CONCEPTUALIZACIÓN

alejándose de la naturaleza, alejándose del arte de imitación, reacercándose a la naturaleza y al arte por vía del lenguaje autoconsciente, y por vía de artificio.

Narváez fue, en cualquier caso, y hasta el final de sus días un materializador. Un constructor con las manos. Un escultor que necesitó siempre de los goces de la táctilidad, la superficie, la textura natural y la textura del artificio sobre las materias del mundo. Pero algo pasó en él que no fue tan sólo otro de los tantos escultores necesitados puramente de materializar, gozar con las manos y con las técnicas. Narváez fue un hombre alimentado en los saberes de su tiempo. Sabia y calladamente conocedor y, más que eso, sensibilizado con su época. Y su época implicaba la abstracción, el concepto, los alejamientos de la forma y la materia. Narváez no llegó nunca al concepto puro, al vacío magnificado, a la fragilización de la materia hasta dar, de ella, una apariencia inmaterial e inasible, como va a tender cada vez más a hacer entre nosotros Jesús Soto, por ejemplo.

Narváez siguió siendo hasta el final un amante de la materia fuerte. Pero el concepto y la relatividad entraron de todos modos. Y entraron, fundamentalmente, en ese relevo de los lenguajes, en ese juego a naturaleza que es y naturaleza que parece. Y también en ese pase del dominio sobre la materia única, ante la cual el artista es el artesano, hacía la entrega a «otro»-el fundidor de su materia única para un producto en el cual ya el artista no es el artesano, sino el diseñador, el mentalizador, el inventor. El hombre de la idea. El hombre cercano a la materia que sabe y quiere alejarse de ella. Sin entender estos pases por la torsión conceptual entre el tercero y el cuarto período de Narváez parece difícil aceptar con entusiasmo esta última obra. Y ha sucedido así, en algunos casos, en público y crítica. Y me atrevo a aventurar que sucede así porque están aquí trastocados los poderes conmovedores de la materia y de los lenguajes. No hablamos ya siquiera de los poderes conmovedores de las primeras dos épocas en que la relación figura-emoción podía ser más simple para el espectador. Me refiero estrictamente a la relación entre tercero y cuarto períodos. La afinidad, el afecto entre hombre y naturaleza, la identidad parecen haberse mostrado aún en el tercer período, a pesar de que la fuerza de lo abstracto limitara tales afectos. Ya el sólo rescate del leño, la veta, la porosidad, la arenisca, eran valores no tan nuevos, que el hombre de la segunda mitad del siglo había empezado a aceptar, y aceptó aún más con el arte ecológico de los años 70. Pero es bien difícil poner esa misma identificación, ese afecto natural en un metal que juega a parecer piedra; en un fundido que copia a lo tallado o más aún a lo acuciosamente tallado, (como los ochavados), en unos bronces en fin que se ponen a hablar con lenguajes que parecen no correponderle. Y, para colmo, Narváez no abordó siquiera los metales con la uniformidad técnica de las modernas sociedades, con la «pureza» formal y tecnológica del arte minimal, con la idea de serie y repetición perfecta de muchas obras metálicas de la modernidad abstracto-constructiva. Es decir, sus metales tampoco disfrutaron del mismo tipo de afinidades que disfrutaron los puristas abstractos, los geométricos constructivos, los despojadores, en el «arte puro».

En cuanto a la sensualidad, tan citada por los críticos ante las primeras etapas de Narváez, queremos señalar:

– un pase de la sensualidad del tema (y secundariamente la sensorialidad de la materia que lo encarna)

– a la sensorialidad-sensualidad del goce material en sí mismo. Ya no es un muslo o un seno o un bíceps sino el tacto sospechado y confirmado de la piedra y de la madera. 

– a la sensorialidad-sensualidad, artificial, artificiosa conceptualizada, del bronce «intervenido» por la cultura y el lenguaje: 

– en su apariencia de sensorialidad natural

 – en su afectiva sensorialidad del artificio (sensorialidad que se vuelve también juego de percepciones distintas y que incluye los goces intelectuales).

También habrá un pase de la volumetría ondulante («sensualidad de lo volumétrico») a la volumetría texturada de base lineal, o sea, un juego entre sensorialidad y rigor, entre regodeo y tajo, entre apariencia sensible y composición artificial, artística, constructiva.

Pasa pues Narváez de la sensualidad de la yacente Surima (1948) y la erecta sensualidad de Barutaima (1947), o la semivelada, envolvente y móvil sensualidad de Las Toninas, en el agua, (1944) sensualidad de los cuerpos humanos en la escultura, hasta la sensorialidad de la pura madera o la piedra o, más descorporizado aún, hasta la reflexión sobre la sensorialidad, por la via distanciada, separada, artificiosa, del bronce bruñido. Y, por último y esto es ya muy «post-moderno» y escapa tal vez a los propósitos de Narváez, pero no a las percepciones que, hoy día, tengamos de sus obras, hasta esa nueva sensorialidad del apego al artificio, a lo retocado, a ese nuevo goce, erótico, por los lenguajes que inventan objetos excesivos para ser, también, «tocados» (fruidos, gozados) por el intelecto. 

Visto desde cierta óptica, los bronces bruñidos de Narváez pudieran parecer un exabrupto. Visto desde la óptica de la torsión conceptual, de reflexión de unos sobre otros lenguajes, tan caros al arte del siglo, otra comprensión puede extenderse sobre ellos. Pero, más aún, visto desde la óptica de un escultor que no dejó nunca de amar la forma sólida, la masa, la pesantez y opacidad material, la textura y la superficie donde las manos se mueven, captan y encuentran gran parte de la naturaleza, pero que aún desde ese poder de lo morfológico y lo tectónico se interesó por los distintos tipos de inmaterialidad y relatividad que le propuso su época, visto desde esa óptica se hace mucho más comprensible este período de Narváez. Comprensible, digo, aunque sé que más sensibles y sensibles sean sus piedras sobre piedras y maderas sobre maderas. Pero de eso, al fin, también se trataba. De un alejamiento aparente, conceptual, de la materia. Y, a fin de cuentas, no es lo mismo para nuestros afectos tocar la materia que «tocar» los lenguajes sobre la materia.

En realidad Narváez traía la marca del ebanista. Del hombre de la madera y luego de la piedra. Estuvo también por eso más afectiva y sensorialmente vinculado a la madera y a la piedra (preocupado por sus diferencias, sus calidades los lenguajes para trabajar sobre ellas) menos interesado en los bronces y sus técnicas, las que dejaba definitivamente a otros. 

Dice Lobelia: «Francisco no quería saber de los problemas del bronce, porque no quería limitarse. Él quería quitarse lastres para poder crear». Todo esto parecería evidenciar que lo fundamental de su capacidad creativa se dedicó a madera y piedra. Es ese el Narváez más original y más amoroso del material. El bronce fue una «copia» de aquellos, una manera de multiplicarlos y seguirlos, de reproducirlos, reproduciendo sus apariencias. Pero no una «copia» simplemente, con el sólo sentido mercantil de la edición, sino particularmente una manera de reflexionar más modernamente, más sofisticada e intelectualmente, más conceptual y separadamente, sobre lo que había sido su hacer artístico y artesano en madera y piedra. El escultor inventó nuevos juegos para seguir jugando a lo que habían sido sus juegos de siempre. Juegos ahora más abstractos, más reflexivos y distanciados. Y era en esos menesteres precisamente en los que se encontraba Francisco, el hijo del ebanista, cuando en 1982 se le acercó la muerte.

María Elena Ramos