Francisco Bugallo 2008

Al final... el juicio

HACE VEINTICINCO AÑOS (con una interpretación de la Mona Lisa que le valió el Premio Michelena en 1983) Francisco Bugallo inició una reflexión sobre la pintura desde la pintura misma, que hoy declara dar por concluida con su instalación sobre El Juicio Final de Miguel Ángel.

Veinticinco años re-visitando la historia del arte occidental del Renacimiento al siglo XX, asumiendo y cuestionando su herencia para escudriñar en el mismo tema y procedimiento: el de “re-crear“ la obra de otros a través de una labor selectiva a lo largo de la que copia, fragmenta, borra y reafirma imágenes pre-existentes: este empeño demuestra desde luego un tesón que podríamos tildar de obsesivo, y más aún al constatar que no se trata de la reiteración de un mismo método aplicado a diferentes fuentes o citas pictóricas, sino de intentos sucesivos, por diversos medios plásticos, de plantear y contestar preguntas simples en su formulación pero complejas en sus respuestas, y esenciales (que buscan alcanzar la esencia): ¿Qué es el arte? Y, en consecuencia ¿qué es ser artista? Esta insistencia nos da asimismo la medida de la dificultad de la empresa, tal vez hasta de su imposibilidad. Como por descarte, Bugallo pudo llegar a ciertas conclusiones: la pintura no se reduce a la representación de lo real ni es la ilustración de un tema, ni la historia que narra, ni mucho menos la metáfora de alguna idea filosófica, de algún concepto metafísico; tampoco consiste en una proyección existencial del artista; no se agota en la presencia de los pigmentos ni en el virtuosismo de quien los aplica, aunque de todo eso un poco o mucho tenga. De hecho, él mismo hace un uso instrumental de la pintura (como materia, como oficio y práctica) con el afán de emplazarla como concepto. En todo caso, la pintura podría ser un medio para adentrarse de modo abismal en el intertexto, para pensarse desde su propio ser. Pero queda inalcanzada e inalcanzable otra dimensión, misteriosa, donde precisamente residiría aquello que tal vez sea “el arte” pero que se resiste a cualquier tentativa de definición, que se mantiene encubierta -así como la copia de una obra de otro artista del pasado apenas queda visible bajo las capas sobre ella agregadas-. Una dimensión que logra escapar del acoso incansable del artista, aun cuando éste no duda en poner al descubierto sus fracasos, su inherente fragilidad, pues a medida que parece acercarse, se aleja.

Si admitimos con Merleau-Ponty que “la pintura no celebra nunca otro enigma que no sea el de la visibilidad”, debemos preguntarnos frente al arte de Bugallo qué se hace visible. En un grado cero, la pintura no pasaría de ser una superficie coloreada. Pero, ¿qué se esconde detrás de ella o qué surge desde ella, a través del juego de ocultamientos y revelaciones que el artista cultiva con deleite y obstinación? ¿Será la “profundidad de expresión” a la que se refiere Mondrian, o “la necesidad interior” tan cara a Kandinsky, o la “cosa mental” de Leonardo? ¿Habitará el arte en una zona borrosa e inestable, tal vez inaccesible, en el desfase que su ficción agrega a la realidad? ¿Será entonces el arte del pasado, aquel baudelairiano “sollozo que rueda de edad en edad / y viene a morir al borde de nuestra eternidad”, materia prima para seguir agregando ficción, que a su vez se convertirá en realidad para suscitar nuevas ficciones?

Ahora, Bugallo ha escogido figuras del Juicio Final de Miguel Ángel para dar término a sus tentativas de respuesta, y se pecaría de ligereza al considerar el hecho como mera casualidad. Más allá de las ideas implícitas de “someterse a juicio” y de “finalizar un ciclo” que obviamente motivaron al artista, se pueden establecer varias coincidencias entre ellas y los significados históricos, artísticos y religiosos del fresco. En efecto, el Juicio Final cierra el programa iconográfico desarrollado en la Capilla Sixtina, iniciado en las paredes laterales donde escenas del Antiguo Testamento y de los Evangelios (pintadas por Botticelli, Pinturicchio, Cosimo Rosselli, Ghirlandaio y Perugino) se corresponden según el principio del sentido alegórico, que establece relaciones metafóricas entre ambos textos, haciendo del primero una profecía del segundo: la circuncisión de los hijos de Moisés prefigura el bautismo de Cristo; la entrega de las Tablas de la Ley a Moisés, el llamado de Jesús a los Apóstoles… El ciclo prosigue con el techo de la Capilla, en el que Miguel Ángel representó la Creación y una humanidad inmovilizada en espera de la Redención. Y culmina con el Juicio Final, respuesta a esa espera, y en el cual se establece nuevamente el sentido alegórico en la correspondencia entre el principio y el fin: el Génesis y la Parusía.

Asimismo, con el Juicio Final culmina la obra pictórica de Miguel Ángel, que luego se dedicará casi exclusivamente a la escultura y a la arquitectura. De ahí no podemos augurar que Bugallo deje de pintar, sin embargo, llama la atención el hecho de que en esta instalación abandone la práctica de la pintura como técnica tradicional a favor de otros medios que bien pueden ser inicio de una nueva etapa.

Para Francisco Bugallo, su versión del Juicio Final viene a ser también, a modo de conclusión, una síntesis temática de sus trabajos anteriores, donde predominaron la iconografía religiosa cristiana y el homenaje al “gran arte”, ambos simbolizados en el inmenso fresco del muro oeste de la Capilla Sixtina, a su vez síntesis del genio de Miguel Ángel y faro del arte europeo en el que culmina el Renacimiento y se inicia el Barroco, por lo que esta referencia constituye como un retorno al origen, más aún si recordamos que en 1999 presentó una vasta instalación pictórica inspirada en la Balsa de la Medusa de Géricault, para cuyos personajes sirvieron de modelo al artista decimonónico las figuras monumentales de Miguel Ángel. Al respecto observa Germán Rubiano: “La ‘balsa’ de Géricault, con su racimo de figuras desesperadas, recuerda ciertos apelotonamientos convulsionados de El Juicio Final de Miguel Ángel, y es indudable que Bugallo se ha fascinado con esta iconografía que manifiesta abiertamente desorientación y desamparo”. Asimismo, Caravaggio, Goya, Delacroix y hasta el artista colombiano contemporáneo Luis Caballero, todos presentes en diversos grados en la pintura de Bugallo, son deudores de Miguel Ángel. Y en el año 2000 presentó la instalación Caronte, un trabajo de transición entre la Balsa (siguió usando las mismas tablas de madera) y el Juicio Final, pues ya se inspiraba en la mítica Barca descrita por Dante que Miguel Ángel integró a su iconografía. Las formas siguen viviendo, permanecen y se transforman -en la medida en que se transforman permanecen-, cuando no son tan sólo un legado del pasado sino que generan su devenir a través del poder de atravesar el tiempo y alcanzar renovada vigencia.

Además, si el culminar un cuarto de siglo de investigación a través de un Juicio Final resulta ser de por sí revelador, los significados teológicos que Miguel Ángel otorgó a su interpretación del tema encuentran correspondencias en el anhelo de Bugalllo de dotar de sentido al quehacer artístico, de manera tal de que no se trata tan sólo 21 de someterse a juicio -propio y de los demás- sino de reflexionar sobre los criterios que concurren a este juicio. El artista del Renacimiento, envuelto en las disputas de la Reforma y la Contrarreforma, se hace portavoz de la última -no podía ser de otra forma dentro del recinto pontificio- al establecer una iconografía en la que relaciona la salvación no sólo con el don de la gracia divina (como pretendían los protestantes) sino con la oración, las obras y el sacrificio. Precisamente, los personajes recreados por el artista contemporáneo representan y subrayan estas diversas opciones: los elegidos que suben a los cielos llevados por ángeles, la pareja de orantes halados por medio de un rosario al que se abrazan, los mártires que ya están rodeando a Cristo (San Sebastián, San Felipe, San Lorenzo, San Bartolomé). Asimismo, parece decir Bugallo, no sólo el talento, ese don divino, (o, en su grado más alto, el genio) es suficiente para ser artista: también son necesarios la práctica, la dedicación y el sacrificio. Y deben ser contemplados a la hora de emitir juicios críticos sobre una obra y su autor.

Finalmente, no hay duda de que, si hiciera falta, el Juicio Final de Miguel Ángel constituye la mayor justificación para un artista como Bugallo, dedicado a la apropiación de la obra de otros artistas. En efecto, el mismo Miguel Ángel se fundamentó en modelos griegos antiguos para crear sus personajes, y transformó la iconografía medieval al insuflarle un humanismo nuevo que convive con la tradición de los sentidos de las Escrituras, no sólo el alegórico (antes mencionado) sino el histórico, el tropológico y el anagógico. Y, luego, su obra pasó a ser objeto de transformaciones a través de, literalmente, capas añadidas que vinieron a redimir la desnudez de sus figuras con “paños de pureza”, y hasta con un vestido para Santa Catalina, en tiempos en que la Iglesia decidió ofuscarse por tantas carnes expuestas. Y la “consolidación” que sufrió el fresco en el siglo XVIII cuando le fue aplicada una capa de cola, así como la restauración a la que fue sometido entre 1990 y 1994 (frecuentemente referida como una “resurrección”) pueden ser consideradas como parte de este proceso de encubrimiento y descubrimiento que no pudo sino fascinar a Bugallo, artista para quien la pintura ha sido un constante trabajo de capas sobre capas que velan, desvelan y revelan.

Pero tal vez, precisamente lo más revelador del Juicio Final según Bugallo lo encontraremos en su radical cambio de medios y el abandono de la pintura por parte de un artista tenido por uno de los más destacados en la renovación de este arte en Venezuela durante los años 80. Bugallo, quien se mantuvo fiel a la pintura en medio de la aparición de tantos “nuevos lenguajes”, parece ahora vengarse por no haber recibido de ella su último secreto, a la vez que rechaza las tentaciones de su encantamiento, su sensualidad, la satisfacción que otorga el dominio de la técnica. Y la aborda ya no desde dentro, no desde ella misma, sino desde fuera, desde la ausencia, por no decir la negación. Escribió Adolfo Wilson de Francisco Bugallo: “ha logrado demostrar que un verdadero artista, siendo consecuente con su dominio de un medio tradicional, puede producir una obra de aliento experimental”. Ahora será el medio experimental el vínculo con la tradición de la pintura y con nuevas investigaciones en las que lo pictórico puede inesperadamente resurgir de clavos, cuchillos, plumas, cal, cemento, quemaduras, alfileres, cascos de botella, papeles recortados, vidrios y espejos, lentejuelas…

El artista busca ahora la ruptura con su conocimiento académico de la pintura, con el alarde técnico, con la facilidad de ejecución a que había llegado, y se obsequia nuevas libertades, aunque sea para sumergirse en un universo de dudas, pues ya ni siquiera la materialidad de los pigmentos, el espesor de sus capas pueden fungir como asidero. De sus trabajos anteriores, Bugallo conserva sin embargo la fragmentación, la deconstrucción del gran relato apocalíptico entronizado por la Historia del Arte. Más humilde es su propósito, tan sólo se ofrece como un acercamiento sin pretensión ni intención de verdad, pero como son dicentes los fragmentos escogidos (los elegidos y los condenados, los ángeles y los mártires) también lo son los omitidos: en este caso, la figura del Cristo Juez, el que no es juzgado. Figura que el artista siempre pintó agonizante o muerta.

Los soportes como las maderas de reciclaje, que todas llevan la marca de sus usos anteriores, contrastan con los nobles papeles, así como todos los materiales y recursos extra-artísticos con algunos dibujos todavía académicos (el condenado en la barca de Caronte, el ángel del rosario), dando como la referencia de todo aquello que se cuestiona. Y así como Bugallo fue revisando la historia del arte, ahora también integra unas referencias más recientes, y surgen ecos de las perforaciones de Lucio Fontana, del “dripping” de Jackson Pollock, de las quemaduras de Miró, de las siluetas grabadas en la naturaleza de Ana Mendieta irónicamente reinterpretados, y de otros frecuentes recursos del arte contemporáneo. Bugallo pone en tela de juicio el oficio de siglos y su propio savoir-faire, al obtener los mismos resultados visuales, para “representar” la piel humana, del collage de fotos de revistas (resucitado de espaldas), que de la pintura tradicional (elegida y elegido). Dibuja con clavos, o sólo con las perforaciones dejadas por los clavos, en un juego de positivo-negativo. Establece irónicas relaciones entre forma y contenido, como burlándose de los simbolismos disfrazados en las pinturas del pasado. Así es como San Sebastián está silueteado con perforaciones que evocan su martirio por flechas, mientras que San Bartolomé, que sufrió el martirio por despellejamiento, está rodeado de cuchillos de cocina. Los cascos de botellas recogidos en la calle, los clavos y los cuchillos evocan los peligros que acechan a los humanos en el camino de su salvación, mientras las plumas representan protección y seguridad. Los espejos nos permiten ser partícipes del drama.

Negada y burlada, sustituida por objetos prosaicos, la pintura parece no darse por vencida en el arte de Francisco Bugallo. También ella resucita. En efecto, bien se pueden definir como “pictóricos” los claroscuros, los reflejos y las transparencias, las luces y sombras que resurgen entre lo material y lo inmaterial, entre la presencia y la sugerencia. Ya lo pictórico deja de ser propio de la pintura. En esta nueva etapa hacia desconocidos derroteros, la pintura otra vez va derrotando al artista, a quien persigue mientras intenta librarse de ella. Le quedará rendirse o seguir retándola.

Federica Palomero.