Ernest Trova 1989

El viaje eterno como proceso en la obra de Trova

Se considera la obra y amistad de Ezra Pound como una de las fuerzas anímicas integradoras en la trayectoria humana y artística de Ernest Trova, quien comparte con el gran poeta ese sentimiento conductor de la vida como un gran viaje. Trova comparte con los poetas (Eliot, Pound…) la dimensión integradora del pensamiento que postula y aclama la realidad, sin sustituirla. Sólo esta condición podía mantener Trova, despojado y radicalmente fundamental, en común con un poeta oceánico y barroco, que confunde a ex profeso el Canto con la Crónica más alucinante y diversificada de la civilización como un recuento insólito. Trova es conocido como el creador del más poderoso código humanista de la era tecnológica, su famoso «Falling Man» es la versión sincrética del ser humano reducido a una fusión extrema, un volumen único, anónimo, sin rasgos, sin distinciones particulares alguna, que por la más sorprendente paradoja lejos de agotarse como una expresión sincrética y robotizada de lo humano, pareciera convertirse en la constante inalusiva, ideal, depurada y esencial, que nos acompaña como una idea cotidiana detrás de todos los ramajes de la mente

Desde el inicio, conviene aclarar que el “Falling Man” como concepto constante en toda la obra de Trova, lejos de ser unívoco e inalterable, ha estado sujeto a las presiones de una obra de intensas y continuas alternativas. De hecho, Trova se mantiene alejado de la escena de New York durante sus primeras etapas y permanece en Saint Louis, su ciudad natal (como la de Eliot) hasta los años sesenta. Este aislamiento puede aportar ventajas excepcionales, una de ellas la autonomía conceptual, el aislamiento de la obra de contextos y presiones deformantes, la otra igualmente importante.

Para responder la pregunta en suspenso, la que indaga si el «Falling Man» es una imagen robótica o por el contrario una inquebrantable exaltación del hombre esencial, tendríamos que partir del Trova más conocido y explorar sus otros «alter ego». Si nos situamos hacia los años 70, verdadera eclosión del espíritu osado desnuda mente provocador de las esculturas de metal inoxidable y los difundidos caleidoscopios de imágenes fragmentadas y repetitivas como un círculo interminable, podríamos decir que la proposición del artista es precisamente como un ser alienado por la condición maquinista de su tiempo, por los comportamientos automatizados y el triunfo acosante de la tecnología invasora. Era posible en aquel entonces, y lo sigue siendo ahora, establecer relaciones visionarias con otros artistas de las primeras décadas del siglo, como Naum Gabo que hizo personajes ensamblantes (“First Constructed Head», 1915), o las figuras humanas asimiladas al maniquí, hechas en tres dimensiones por Archipenko, o las todavía más radicales proposiciones de Brancusi, quien en un extremo de constructivo, define a un personaje con tres cilindros (“Torso de Hombre Joven”, 1917). Trova se nos parece, en este enfoque cercano, al también inquieto Oskar Schelemer, quien fascinó a Europa con su «Danse Métallique» (c. 1928) y con sus piezas tridimensionales que ya proponían un hombre mecanizado («Abstract Figure»). Tendríamos que admitir con Arnason que Trova ha rescatado una tradición de alianzas terribles y nos ha propuesto la desconcertante invención de un hombre símbolo de los ‘tiempos modernos’, anonimizante, hundido en su propia eternidad rígida, y capaz de provocar en nosotros una mirada en el aterrador mundo de la ficción científica como anticipación del destino humano. Pero no es ésta toda la respuesta, ni toda la historia.

La respuesta podríamos adelantar que no existe. Es un acercamiento dialéctico la mejor probabilidad. Trova es esa presunción y también la opuesta, es decir, la valiente aclamación de lo humano. Del mismo modo, no es posible comprender a cabalidad la proposición de Ernest Trova sin recorrer al menos parte de un extenso, bruscamente cambiante y fascinante camino creador. 

Uno de sus más lejanos precedentes, es por ejemplo su pintura «Roman Boy’ (1947), figura de trazos someros y gruesos como las de Dubuffet, con utilización de elementos informalistas y esquemas libres para un espacio saturado y con relieves Entre la caligrafía y el expresionismo, entre el dibujo y el collage, entre la pintura y el ensamblaje, toda una gran etapa preparatoria es fecunda en soluciones que nos asombran, por la riqueza de sus elementos, y aun por la profusión de los recursos empleados. Como pueden hacerlo De Kooning y cualquier otro de los grandes pintores figurativos del humanismo dramático, en la obra de Trova de esta etapa se concentra todo el énfasis en la forma humana, extraída del caos y de las formas críticas, convulsas y en extremo vulnerables. Son frecuentes los temas de víctimas y prisioneros, que coinciden en expresiones larvarias, como de microorganismos en procesos biológicos, o de momias y personajes empacados El amanecer de los sesenta trajo más horizontes, pero igual complejidad. El ensamblaje es el paso que conduce al trato con el objeto, al teatro, y a otros elementos que volverán mucho más tarde, una vez que su obra se decanta. En esta década la intención es recibir, conjugar, armar grandes obras metafóricas, como un gran mueble sobre el cual la abigarrada mezcla de objetos pretenden figurar al ser humano («Man in a chair», 1961). También cajas con zapatos, muñecos, objetos industriales y la importante instalación «U.S. Room» (1961) que podría vincular su obra claramente con la de Kienholz, otro empecinado humanista que reivindica sobre todo la escena social, y con el realismo anónimo y corporal de los personajes de Segall, siempre apoyados en un elemento ambiental. Es fácil ver la coincidencia humanista, y prever que las salidas serían totalmente diversas.

En esta década de intensa producción, se llevan a cabo también los trípticos de grandes proporciones, casi siempre con un color plano, aunque texturado de fondo, y la utilización del collage para construir personajes que con toda evidencia mantienen el estado de suspensión. En este mismo momento, surgen los maniquíes, la esquematización y la serie, preámbulo de la proposición nuclear del «Falling Man» que vendría después. Con cuerpo unitario, sin brazos separados ni rasgos, aparece como elemento serial en muchas telas, en diversas organizaciones, círculos, espirales, formas arquitectónicas y hasta en construcciones motorizadas («Study Falling Man», 1964). Todo estaba listo y la explosión se dio. Ese mismo año, una extraordinaria exhibición en Nueva York, puso en la gran escena del mundo una extraordinaria revelación, el concepto más coherente y unitario del «Falling Man». Allí están las figuras tipificadas por Trova como el hombre-maniquí, en brillante bronce pulido como el acero inoxidable, frío y constante, sin brazos pero híbrido de máquinas y artificios que forman parte de su ser, ser que por lo demás es modular, se transfiere -por ejemplo- a series en una caminata circular y más tarde comienza a ser integrado a otras realidades y objetos maquinales, como aviones, autos, pistolas. El hombre falible y dúctil, en su hieratismo, es el permanente «viajero en el tiempo», como diría Trova mismo. Viaje transmutador, que admite híbridos de toda suerte, y el desmantelamiento por engranajes del propio cuerpo. El esquema que sirve de piedra modular está pronto para desarrollos ilimitados, que abordarían nuevas escalas.

The Falling Man 

The Manscapes

Ya a finales de los 60 se anuncia la incorporación del paisaje y la escala heroica. Las figuras se disponen en diversos planos en el espacio, en relaciones inquietantes con formas semejantes a colosales instrumentos y engranajes para operar máquinas. Las obras proponen, cada vez nuevas condiciones. Cambios de materiales, de tonos y por último de escala. Pero en lo grandioso y en lo íntimo, el problema varía muy poco. La salida al exterior trae por consecuencia un enfrentamiento distinto con elementos naturales y la mutabilidad del tiempo y la luz, en especial. Tal vez por eso aparecen las sombras» aliadas a los cuerpos que las producen. A su vez, el «Falling Man» se vuelve cada vez más versátil. Se descompone en ingeniosas partes y adquiere escalas cívicas. Es ahora paisaje desconcertante.

El encuentro con la intemperie puede igualmente haber favorecido el desarrollo de una línea paralela, las grandes esculturas de metal (acero), de aspecto monocromo y un sentido inalusivo y francamente constructivo, como el de Tony Smith, Caro y tantos otros escultores de ambos lados del Atlántico que utilizan la lámina y el volumen para organizar la forma tridimensional en grandes espacios abiertos, en conjunción opositiva con la naturaleza. La serie «Gox» viene a aportar la diferencia distintiva, una silueta sacada dentro de la es Cultura, precursora posiblemente de la etapa siguiente, las grandes siluetas de Poetas y Trovadores, mezcladas en elementos ambientales de arquitectura y una vaga sugerencia teatral. Los ochenta traerán el viento conciliante de la libertad para volver a sí mismo. Trova lo acepta con una suerte de regocijo creador. Es el tiempo propicio para volver, como lo hizo tan a menudo Picasso, a una cualquiera de las «maneras» anteriores, porque la obra no es un proceso filiforme, sino un continuum ambivalente. Elementos barrocos y otros de simplicidad marcada, como las siluetas, alternan con las inmutables figuras de «Falling Man» Aparecen también las figuras encubiertas, y una serie de piernas, homenaje a Iglesias, con insistencia textural. Podría llegarse al extremo de hablar de una pequeña herejía: el hombre de Trova convertido en macizo, pesado casi, hombre que marca, sin cabeza ya, un paso más en su terrible eternidad.

El regreso del «Falling Man’ como el Hijo Pródigo es el periplo que se convierte en círculo, con la fatalidad de las civilizaciones y los destinos particulares. El hombre maniquí conduce, fusionado con las ruedas, el carro mítico del Auriga Griego, o se ve envuelto en un círculo de láminas cósmicas, o vuelve a ocupar sitio con sus idénticos compañeros en la rueda y el núcleo que apuntan a todas partes, desafiando nortes y gravedades. El cubo, el círculo y la pirámide, primarios y esenciales, vuelven a rodear al hombre que Cae y se Recupera al infinito. Como el «Vitruvian Man» de Leonardo (C. 1490), este hombre de trova (1963 y siempre) es la arquitectura fantástica del humanismo, es la eternidad descontada y permanente, como una idea esplendente, o tal vez una aspiración irrenunciable. El Canto del viejo poeta podría volver a escucharse, como un círculo invisible y resonante que habitara por instantes nuestro pensamiento:

«Fulge en la mente del cielo Dios el que la creó más que el sol en nuestros ojos»

Los grandes artistas que pueden (y deben) ser también Demiurgos, viven otra paradoja, ver en sus obras más allá de lo que ellos crearon. Tal vez esta sea la más grande recompensa. Falible como Icaro y encadenado a la creación perpetua, Trova recibe ahora de sus obras el extraño bien del resplandor.

Roberto Guevara