EDGAR SÁNCHEZ 2009

En la ciudad de sus pinturas

Federica Palomero 

El primer contacto visual con las recientes obras de Edgar Sánchez, en la intimidad de su taller frente al Ávila -y sin el filtro de la museografía siempre ordenadora, sin el con texto del espacio consagratorio de la galería-museo- nos produce una reacción de sorpresa, que luego del impacto inicial, logramos atribuir a la violencia de los colores, al dinamismo de las superficies vibrantes, a la capacidad avasallante de estas pinturas de apoderarse del espacio real y envolvernos, y sobre todo a la fuerza innovadora de esta propuesta plástica elaborada entre 2006 y 2009. Tenemos entonces la sensación de que el giro tomado ahora por el artista es el más radical de todos los cambios que paulatina mente han ido moldeando un trabajo sostenido durante más de cuatro décadas.

Después de recobrar el aliento y recuperarnos del asombro, y haciendo el esfuerzo de dejar de lado la admiración que produce el conjunto (así como la facultad de cuestionamiento y renovación, nunca desmentida, del artista), llega el momento más frío del análisis, ya mediatizado por una larga familiaridad con la obra de Edgar Sánchez. 

Y es cuando se buscan ilaciones, asideros en sus pinturas anteriores, y así resurgen aquellas que podríamos llamar sus obsesiones (que Rafael Arráiz Lucca llamó sus «obsesiones definitorias»), por un momento ocultas bajo esa suerte de «puntillismo» que opera como una pantalla que el ojo y luego la mente deberán traspasar para alcanzar profundas, tanto de visón como de significado. capas más profundas, tanto de visión como de significado.

La primera obsesión (si es que se les pueda jerarquizar, de hecho se hará tan sólo por razones de claridad expositiva) se hace manifiesta en la reiterada presencia de los seres humanos, aquí unos anónimos transeúntes que deambulan a través de espacios públicos: calles, plazas, parques, incluso interiores que evocan museos (Interior con personajes, Los colores de la gran sala, ambas obras de 2009). En las pinturas de 1998 es donde aparecen por primera vez esos personajes, así como paisajes urbanos reconocibles y familiares como las caraqueñas zonas de Chacaito y Sabana Grande. Anterior mente a esa fecha, los paisajes urbanos, tratados generalmente en grisalla, estaban inspirados no en una realidad de primer grado como esos de 1998 y los siguientes, sino en fotografías antiguas (En la ciudad gris, 1996) o tomadas por el artista de modo aficionado (Recuerdos de Venecia, Yo amo Madrid, de 1995), y en este sentido eran imágenes de imágenes. En todos los casos, predominaba en la composición un espacio disociado: los personajes frente a una especie de telón de fondo al cual se limitaba el paisaje (De repente en Sabana Grande, 1998; Las luces de Sabana Grande, 1999). Por eso mismo, remitían más a una construcción imaginativa (obtenida por la superposición de dos planos independientes) que a una realidad cotidiana.

Paralelamente, los paisajes rurales casi desérticos, evocadores de las extensas mesetas del estado Lara donde nació, que Sánchez pinta a partir de 1996 (Los presagios: De Aguada Grande a Bobare), se convierten en 1999 en el escenario de la colocación definitiva de los personajes en grupo dentro del espacio tratado en profundidad y unificado, según los principios de la perspectiva matemática heredada del Re nacimiento, y a cuya eficacia se acoge el artista (Antes del eclipse, En el eclipse) para otorgar un contexto de realismo a su obra.

En esa misma época surge una gama cromática muy cálida, con base en amarillentos y anaranjados, que al abarcar toda la superficie, refuerza gracias a una perspectiva aérea el realismo de una tercera dimensión habitable. Pero, al mismo tiempo, si bien el espacio pictórico se vuelve «realista», si bien los seres humanos también lo son en la medida en que se parecen a nosotros (o a nosotros cuando nos vemos en fotografías o videos), los colores mantienen una especie de irrealidad y así aportan un elemento de ambigüedad algo inquietante.

Hacía 2004, todos estos componentes regidos por la integración «clásica» (al menos en apariencia) de los personajes y su entorno, se trasladan a ámbitos cerrados, aunque públicos, como la Gran Galería del Museo del Louvre (En el gran salón, El espacio luminoso), para finalmente abarcar el espacio urbano (En la calle, La gran plaza), también escenario de esa producción más reciente, donde reaparecen Madrid y Caracas, parques, plazas y calles, edificios clásicos o modernos, poblados por anónimos paseantes ensimismados, como ajenos a su entorno, todo imbuido de una atmósfera como fantasmal, flotante.

Así se pone de relieve una segunda obsesión de Edgar Sánchez: ese construir su obra con base en un continuo proceso de descarte y aporte. Y también el artista reafirma que su principal fuente de inspiración son las imágenes, propias o apropiadas, y su potencial para ser metamorfoseadas en su pintura. En el caso de sus obras recientes, el mismo artista explica su génesis: «un daguerrotipo de la ciudad de Madrid se fusionó con la pintura de Georges Seurat Un après-midi d’été à la Grande Jatte: mientras ésta me exponía los fundamentos técnicos del neo-impresionismo, la foto me mostraba el poder de la penumbra, su gran emotividad y la belleza de aquel paisaje urbano apenas dibujado entre las brumas. La pintura se nutre de esos hechos para lograr cualquier propósito renovador».

Este comentario del artista corrobora si fuera necesario el comentario, que compartimos, de Rafael Arráiz Lucca: «sus ideas son su experimentación con el color, la luz, las texturas, las sombras, y sus ideas vienen de la frecuentación de la historia de la pintura y del intento de hacer algún aporte a ese río que viene de lejos, y que ha recogido tantísimas aguas. Entonces se hace presente la tercera obsesión de Edgar Sánchez: el deseo de inscribirse en la historia del arte gracias a esas referencias-algunas, precisas; las más, difusas- a ese de familia» que sus obras cultivan sutilmente con el pasado. Ahora, asistimos a un desplazamiento de esas apropiaciones o citas pictóricas desde las temáticas, donde generalmente se situaban, hacia los aspectos plástico-formales.

Se trataría de pintar «a la manera de» los puntillistas, adoptando su técnica. Sin embargo, el artista no se plantea la aplicación de una receta de taller que consistiría en pintar siguiendo como buen discípulo las indicaciones de Paul Signac en su libro De Eugène Delacroix al Neoimpresionismo.

El mismo Edgar Sánchez aclara al respecto: «Me diferencié de la proposición original, eminentemente cromática, y la conduje a otra mayoritariamente espacial».

En este sentido, llama la atención el hecho de que los puntos, más gruesos que aquellos de las pinturas de Seurat y Signac, y logrados mediante el uso de un rodillo, no contribuyen a dibujar o construir los personajes y ambientes urbanos, sino que actúan como un velo, o un filtro, que los cubre, recubre y encubre, y termina sugiriendo espacios que escapan de una visión racional y prefieren evocaciones poéticas. Así es como, también en el aspecto técnico, Sánchez vuelve al juego de ocultamientos y develamientos que son otra característica -u obsesión- de toda su obra. Y en ese quehacer, procede igualmente por descarte-aporte. Empieza en 1990 a usar el entramado de finos puntos que va sustituyendo el de líneas, a veces en parte de la superficie, otras en toda ella. Luego, a fines de la década, pasa a dibujar unos círculos que dinamizan la superficie pictórica al tiempo que introducen una cierta abstracción que desestabiliza el realismo de sus paisajes (De repente en Sabana Grande, 1998; Frente a mi ciudad, 1999). Pero de nuevo los puntos, que el artista crea con rejillas y rodillos, valiéndose de las técnicas de impresión de grabado, se apoderan de sus vistas urbanas a partir del año 2000 (El acontecimiento, 2000-2003; El espacio luminoso, 2004).

Ahora esos puntos, ya más grandes, más visibles y autónomos, protagonizan unas obras a las que imprimen una especie de vibración óptica, la que a su vez sugiere una atmosfera di fusa, imprecisa, algo como una superposición de tiempos y no sólo de espacios. Aquí el puntillismo o «divisionismo» no divide sino que une diversos planos, diversas capas, hace convivir el ser humano y la ciudad. Pero sobre todo, hace de la realidad una noción evasiva, efímera, subjetiva. Y si, en efecto, las ideas de Edgar Sánchez residen en su dominio de los recursos plásticos, también revelan el humanismo de su propuesta: una búsqueda de respuestas, siempre frágiles, a nuestro tránsito por este mundo.