Edgar Sánchez 2006

Edgar Sánchez: el hombre en el entorno urbano

Rafael Arráiz Lucca.

Quizás pocos recuerdan que el pintor Edgar Sánchez también fue el estudiante de arquitectura de la Universidad Central de Venezuela Edgar Sánchez, natural de Aguada Grande, estado Lara. De modo que si las artes visuales lo llamaron muy pronto, cuando siendo un adolescente se formó en la Escuela Martín Tovar y Tovar de Barquisimeto, la arquitectura y su incidencia en el entorno urbano, también tocaron su puerta. Por todo lo anterior es que el más reciente trabajo de Sánchez pudiera ser leído como una suerte de síntesis combinatoria entre su pasión central, la pintura, y una que va a la zaga, pero no muy lejos de la caravana principal: la arquitectura, en la medida en que acota los ámbitos en los que se realiza la acción del hombre.

Las obras de gran formato que tenemos frente a nosotros, son muestra de un ahondamiento de la percepción lírica del artista, pero ésta percepción no se expresa fuera de los cánones de un pintor formado, que ha trabajo su obra con una perseverancia y una seriedad tal, que es imposible imaginar que el lirismo de su mirada sea fruto de una actitud romántica. Equilibrio, sentido de la profundidad, armonía y estructura son algunos de los vocablos que se imponen después de contemplar en silencio sus lienzos.

Casi toda la obra reciente está imantada por un color naranja que remite a dos instantes límites: el amanecer o el ocaso. La atmósfera que determina estos espacios líricos está cargada de ambigüedad: no sabemos si se aproxima una catástrofe, si la calamidad ya ocurrió o si, simplemente, son seres humanos como atemporales que deambulan al atardecer. La intemporalidad de estos personajes no es nueva en la obra de Sánchez. Están presentes desde el comienzo, como suerte de testigos fantasmales. Antes tuertos, con las bocas cosidas, con reconstrucciones faciales, desnudos, con miradas tristes, con distintas expresiones de la condición humana en su faceta trágica. Ahora menos interpelados, más citadinos, pero no por ello menos humanos. Por el contrario, tanta humanidad respira en la tragedia, como en la condición del transeúnte, del que espera, del que se desplaza. Ahora esta indagación antropológica y antropomórfica de Sánchez se enmarca con bóvedas, con edificios, con calles, siempre trabajados en una atmósfera evanescente, producto de la destreza en el manejo del pequeño rodillo, que va creando una textura como de retícula, de trama dentro de la trama, como si se tratara de señalar que debajo de todo subyace otra trama, y otra trama, y otra trama.

Si el centro de la obra de Sánchez es el hombre, comparte ese núcleo central la experimentación, la búsqueda de expresiones plásticas con las que el artista está comprometido de manera consustancial. Dicho de otro modo, no es la pintura un medio de expresión del universo que bulle en el interior de Sánchez, es la sustancia de su experimentación profesional. Esta experimentación se centra, evidentemente, en la indagación antropológica, pero nada más lejano al artista cuya obra comentamos que el propósito de moralizar o desarrollar un cuerpo de ideas a través de la expresión plástica. Sus ideas son su experimentación con el color, la luz, las texturas, las sombras, y sus ideas vienen de la frecuentación de la historia de la pintura y del intento de hacer algún aporte a ese río que viene de lejos, y que ha recogido tantísimas aguas.

Edgar Sánchez pinta en un apartamento-taller en un piso altísimo desde donde se ve el Ávila. Con sólo levantar la mirada del lienzo y dejar en el aire el rodillo, mira las tonalidades del cerro que muta de acuerdo con la luz. Es una montaña en permanente metamorfosis. Nunca es la misma. Quizás el tono anaranjado de estas obras que motivan estas líneas, dialogue con el que se posa sobre el cerro en algunos atardeceres, pero es sólo una referencia, ya que el naranja que inunda las obras es citadino, se cuela entre los intersticios de la urbe, mientras que el que tapiza a ratos el cerro, visto desde las alturas del taller del pintor, es naturaleza pura: la ciudad es un eco en la base de la visión aérea.

Escribí por primera vez sobre la obra de Sánchez en los primeros años de la década de los ochenta. Han pasado más de veinte años de aquella lectura juvenil de su trabajo. He seguido su evolución con interés, aunque no con el fervor del crítico de arte que no soy, ni con el del historiador del arte venezolano que tampoco soy. Mi aproximación a su obra está movida por la curiosidad que despierta en mí un creador que, desde el principio, se ha tomado muy en serio su trabajo, y le ha establecido unos linderos a su investigación, mientras no ha dejado pasar un día sin que su obra y él vayan tomados de la mano. El resultado de esta voluntad creadora es una obra de gran solidez, que sin abandonar sus líneas centrales de indagación, ha ido abriendo nuevas ventanas que, en el fondo, forman parte de las mismas obsesiones definitorias. Dicen que un creador de entidad no es otro que un hombre consagrado a darle respuesta a dos o tres interpelaciones, y que en el camino va depurando sus técnicas y haciéndose maestro en el manejo de sus instrumentos. Ese camino de la maestría es el que recorre desde hace años Sánchez, ya en plena madurez.