Edgar Sánchez 1987

Seres, Horizontes

Pareciera imposible poder al mismo tiempo tranquilizar y perturbar. Es este sentimiento confuso y mezclado el que, sin embargo, se experimenta frente a las obras recientes de Edgar Sánchez, que constituyen su producción del año 1998.

Tranquiliza esta familiaridad con la impronta del artista, este modo tan suyo de hacernos íntimos a aquellos personajes algo desvanecidos, no del todo presentes. Tranquiliza volver a encontrar estos trazos de trama y urdimbre, estos puntos como pequeños signos, con los cuales Edgar Sánchez ha ido tejiendo, poco a poco, el lenguaje preciso para sus decires. Tranquiliza esta sedimentación progresiva que ha llevado al artista, de etapa en etapa, a su actual plenitud expresiva.

Perturba en cambio aquella nueva escenografía, que enmarca a los personajes, en el ambiente onírico de unos paisajes desdibujados, de unas fotos casi borrosas, como si fueran un aura visible de la lucha de sus memorias contra el olvido. Perturba aquella nueva dimensión de la enajenación, ahora ya no espacial (el ser y su entorno), sino temporal (el ser y su historia). Perturba aquel desfase en cámara lenta entre un pasado nublado y un presente elusivo, a punto de ser ya pasado.

Hay en Edgar Sánchez una deferencia por la pintura, por sus saberes, por su manera de crear ficciones, por su realidad alegórica alcanzada entre trazos y colores. Sánchez respeta este oficio de la ya larga convivencia, del ir conformando, sin prisa, una obra. Sabe cómo ser uno mismo, el pintor. Han pasado tendencias y modas, muertes anunciadas de la pintura y su trabajo se ha mantenido impermeable, ajeno a tanto ruido y vaivén. Porque sólo se ha nutrido de los incentivos esenciales: su voluntad humanística, su poder de autogeneración, su mirada hacia la historia del arte.

Su voluntad humanística queda refrendada en su interés nuclear por los seres. Aquí aparecen casi siempre de medio cuerpo, y se siluetean sobre aquellas misteriosas evocaciones remotas: una ciudad sin identidad, con sus paseantes en vestimentas de otros tiempos, sus edificios y sus coches de principios de siglo, tal vez Nueva York, tal vez en alguna urbe latinoamericana…: nada asible, como ese paso nuestro por un siglo que nos perteneció y ya se va, dejándonos sin el tiempo de uno, solos como esa infanta ensimismada, en grisallas delante de la calle de un atardecer dorado, hace mucho tiempo.

Su poder de autogeneración, esa manera de Edgar Sánchez de ir descartando y agregando, de hacer de cada una de sus obras el fundamento de la siguiente, brinda aquí un puente entre el antes y el ahora, a tono con esa reflexión sobre el tiempo que se propone ahora su trabajo. De antes provienen los recursos plástico-formales, así como aquellos serenos rostros que habían surgido, como corriendo velos, de Imágenes-Visión. En cambio, centrado en su afecto por personajes, el artista había dejado de lado el entorno. Tan sólo habían aparecido algunos, íngrimos, hechos de horizonte y cielo, en su serie Pieles-Gestaciones (expuesta en 1985). Pero ahora el paisaje nos habla del ser humano, como un depositorio de sus melancolías, como un reflejo de su anhelo de retener las cosas. Está muy presente el fijar, ese paso de la fotografía, que pretende asegurar una perennidad, la cual termina siendo hipotética. Y también está presente, a modo de metáfora, el quehacer del fotógrafo, aquel de antaño que retrataba a sus modelos frente a unos telones pintados, aquel que garantizaba un efecto “real” a partir de una ilusión…

La mirada de Edgar Sánchez hacia la historia del arte se dirige al Renacimiento, esa época privilegiada del humanismo en la cual el hombre vuelve a ser la medida de todas las cosas. Y que es, por eso mismo, también la gran época del retrato. Sánchez, con una sensibilidad contemporánea, asume para sí las convenciones de la relación figura-fondo establecidas por Piero della Francesca, Ghirlandagio, Botticelli… Reproduce para su propia reflexión -esa de ser expulsado del tiempo- los códigos de la separación entre figura y fondo.

Y su mirada se extiende a todas aquellas obras en las cuales el ser humano es tratado con respeto y afecto, hacia aquéllas que exaltan su dignidad. Edgar Sánchez sabe reconocer y hacer suya esta grandiosidad, y traducirla en tono menor, sin grandilocuencia.

En la deferencia de Edgar Sánchez hacia la pintura, está el amor por el oficio, está la acumulación de experiencias en la expresividad de la línea, en la justeza del tono, en la manera de hacer surgir luces y sombras. Pero está, sobre todo, otro saber: el de no quedarse en la superficie de las cosas, el de comprometerse con la pintura portadora de sentido. En esta época de alardes tecnológicos, en la cual a tantas obras de arte parece faltarles alma, Sánchez no teme hacer una pintura de sentimientos, una pintura dicente de los desasosiegos del ser humano. Por eso también perturban sus últimos trabajos: porque en ellos nos reconocemos, nosotros los finiseculares del fin del milenio.

Federica Palomero