Armando Barrios 1989

TRES APUNTES EN TORNO A ARMANDO BARRIOS

Por: Juan Calzadilla

Nacido en 1920. Armando Barrios perteneció a la última promoción de artistas de talento que se inscribió en la Academia de Bellas Artes cuando aún no se pensaba en la reforma que convertiría a este centro en la Escuela de Artes Plásticas y Artes Aplicadas de Caracas. Sus primeros años de formación, entre 1932 y 1936, reflejaron el clima de integración que cobijaba bajo el mismo techo de la Academia las enseñanzas de música y artes plásticas. Este vínculo que unía físicamente a dos lenguajes aparentemente antagónicos, la pintura y la música, marcó el destino de Armando Barrios. Esos años de formación fueron altamente provechosos en su carrera. Durante ellos alcanzó cabal desempeño y propiedad en el tratamiento del retrato, la figura, el interior y el paisaje. Barrios llegó a poseer a temprana edad no sólo un estilo personal, sino también relativo conocimiento de maestros clásicos y modernos. Por esto, cuando se llevó a cabo la conversión de la Academia en un instituto con nuevas ideas, Barrios llevó a éste, todavía como alumno, la experiencia necesaria que le permitiría asimilar sin esfuerzo el cambio de rumbo en la orientación estética solicitado por la realidad del momento. La cercanía a Marcos Castillo, quien enseñaba en la Academia, debió predisponerlo no sólo a un exigente aprendizaje del natural, trabajando en el taller, sino también al manejo de ciertos conceptos de la modernidad: la síntesis y la convicción de que la pintura es en sí misma una realidad. Por esta vía iba a resultarle natural y no forzada la transición del realismo al cubismo, que era por entonces el camino obligado que seguían en la Escuela los alumnos de A. E. Monsanto. Barrios fue a este respecto un aventajado. Pero también fue reticente a admitir el cambio por el cambio. Su evolución fue coherente y se dio sin precipitación, casi retardada por su afán de perfeccionamiento. Su primera etapa, que abarca su tiempo de formación y de permanencia en Caracas hasta 1947 aproximadamente, fue de estudio tesonero y arduo. Y Barrios practicó todos los géneros tradicionales y, sobre todo, reveló dotes excepcionales para el retrato. La influencia de Degas, por ejemplo, se encuentra en algunos estudios de bailarinas pintadas a mediados de la década del cuarenta. Aunque hizo algunos paisajes, abordó con preferencia el interior, quizás en principio bajo la guía de Marcos Castillo, empleando la luz del taller en una atmósfera intimista. Desde entonces se interesó más y más en el movimiento y la síntesis lineal a la vez que dramatizaba la composición variando los ángulos de observación de la figura, imprimiéndole así mayor dinamismo a la pintura. Toda la obra de Barrios ha quedado fiel, a lo largo del tiempo, a esa primera etapa que, para llamarla de algún modo, definiremos como realista. Durante ésta descubrió los temas principales que ha tratado a lo largo de su trayectoria. La figura humana cobra aquí sitio relevante como forma asociada a una concepción intimista del espacio. En el retrato, la intención psicológica no sólo es denunciada por el sujeto, sino también por el tratamiento de la atmósfera. Barrios fue siempre un pintor de atmósferas y aún lo es hoy. En pintura la relación entre los objetos y el entorno es lo que el oxígeno para los seres vivos. Por menos que se interese en la anécdota o en lo episódico, la realidad siempre ocupa un trozo del cuadro de Barrios, rodeando o enmarcando la figura, incluída como arquitectura y/o paisaje para indicar el dinamismo propio de una visión contemporánea que concibe el cuadro como fragmento de un todo que continúa en la vida: tal si el formato se abriera al ojo como una ventana desde donde mirar al interior. Si alguien ha visto la pintura como una relación de valores, tal como la entendía Mondrian, ha sido Barrios.

Las mismas obsesiones del principio vuelven a encontrarse en la obra madura y actual de Barrios: un como recogimiento franciscano, de omitida religiosidad, un aire grave y transparente, un casi ascético renunciamiento a todo lo que no es esencial y sinóptico. Y al mismo tiempo una sensualidad distanciada y como renuente a la entrega, en primeros planos; estos caracteres pueden remitirnos al tiempo de sus primeros atisbos, cuando Barrios estudiaba en el moroso edificio de la Academia, próximo a la iglesia de Santa Capilla, y al casco colonial de Caracas, de la que el pintor nos ha dejado más de una imagen inolvidable. El gusto de la música, que sólo reside en el goce silencioso de su presencia esquiva, o de su olvido, ha sido una constante que aparece desde sus primeras obras.

Lo que ha cambiado en Barrios no son los sentimientos, sino la manera de visualizarlos; son cambios cualitativos y formales; la pintura está obligada a evolucionar, como el artista mismo y como los tiempos de los cuales éste es hijo. Barrios entendió esto desde temprano. Asumir la pintura como reclamo de contemporaneidad fue uno de esos absolutos que sólo valen por el resultado y no por la verdad que encierran. Para Barrios fue útil y en extremo necesario el tránsito al arte abstracto, si bien ésto no ha sido aún bien comprendido. Su evolución fue mucho más rápida entre 1948 y 1951 de lo que haya sido en el resto de su carrera. Pero su obra tendía a la síntesis, por vía de estilización, lo cual le permitió dar el paso a la abstracción sin romper con la coherencia de ella. La forma abstracta está presente en los procesos de subjetivación que conducen gradualmente a la supresión de lo real. El espacio de la perspectiva naturalista desaparece y la forma, llena de sí misma, se torna plana; su valor expresivo se transforma en lo que llamó Mondrian «equilibrio dinámico», es decir, en una relación de los planos de color puro de acuerdo con su extensión y su ubicación en una superficie bidimensional.

Barrios llegó al abstraccionismo en París, entre 1950 y 1951, sin sacrificar el contenido formal de su obra figurativa, antes bien, conservando de ésta la estructura rítmica de color, reducida a geometría de planos. En el fondo conservó sus armonías austeras y bien balanceadas, los contrastes de fríos y cálidos, de luces y sombras, el mismo dinamismo lineal indicando el movimiento. La abstracción pura, meta final, no sólo fue el punto de llegada sino que, a la vez, al iniciarse el retorno, actuó como punto de partida y de fuente. En adelante su obra significó la confluencia de esos dos caminos: el que él mismo descubrió en Caracas y prosiguió solo, y el que se abrió al insertar su búsqueda dentro de las propuestas neoplasticistas. Al fusionarse ambas vías, el ir y el regreso, lo universal y lo propio, ya instalado en Caracas, Barrios alcanzó a definir su estilo decisivo.

II

Ninguna expresión más afortunada que «el sonido y la forma» para dar a entender la relación o constante que se da entre la pintura y la sugestión musical que es capaz de transmitirnos la obra de Barrios. No se trata de una asociación puramente literaria, como podría deducirse del hecho de que música y pintura son términos opuestos. Pero la música ha sido una de las grandes pasiones de Barrios al punto de que ha sabido trocar su sensibilidad musical por la imagen metafórica de una sonoridad que no insurge de instrumento alguno, sino del silencio tramado de los planos y las líneas. Curiosamente, la impresión de musicalidad proviene de una evidencia contraria a su causa: porque la pintura de Barrios es extremadamente silenciosa y contradice su efecto Y buscado; en ella todo es calma, distensión, transparencia y continuidad del instante reflejado. Entonces ¿cómo podrían estar dotados sus personajes de una voz, de un timbre o un acorde? Lo musical en Barrios refleja el acto por el cual la experiencia del hecho es sustituida por su sentimiento. Y en esto, por cuanto la obra se entiende como la representación de objetos-emociones, es un pintor simbolista. Su versión de la música no consiste, así pues, en una puesta en escena de su interpretación, sino en la acción de omitirla, de sugerirla, de hacerla obvia, incluso condensándola en la estructura rítmica y, por decirlo así, contrapuntística de la composición. Rara vez sus personajes son vistos en el acto de ejecutar una partitura; por el contrario, permanecen reclamados por el silencio, embebidos en un presente en donde la música es sólo lo que se presiente de ella, una atmósfera, una pausa colmada por la espera. Pareciera que la naturaleza de la música como imagen visual consiste en el silencio en que se concentra el que escucha atentamente, o la tensa espera que se instala por segundos entre el intérprete y sus oyentes. Intérpretes y oyentes son todos en uno. Esta musicalidad, en todo caso, se manifiesta por el gesto de los personajes que se disponen a cantar en coro, o que se agrupan en una orquesta o reposan mientras leen un cuaderno de música; al lado de una muchacha, en el sofá o en el lecho, el instrumento musical, un laúd, una guitarra, se extiende como si fuera otra parte de su cuerpo; las líneas del instrumento que una figura toca coinciden y en cierto modo proyectan las líneas de su cuerpo. Pero en general la figura sólo se escucha a sí misma. De modo que sabemos menos de la música por lo que de ésta se insinúa visualmente que por lo que la pintura misma constata con su estructura rítmica, como partitura de cuerpos, formas y colores.

III

Hemos sugerido que Barrios es, en cierto modo, un pintor de retratos. En la pintura el retrato corresponde al género que trata al individuo en cuanto éste se hace consciente de sí mismo durante el acto de ser descubierto por la mirada del otro. La mirada determina que el retratado se sienta observado y, por tanto, objeto de sí mismo y del otro. El saberse observado es uno con la forma del sujeto.

Los personajes de Armando Barrios escapan a estas leyes, o son retratos con unas características muy especiales; por un lado son retratos anónimos y por otro saben sustraerse a la autoconciencia que procura el sentirse observados. Sencillamente se ensimisma con la naturalidad muelle del reposo y la plenitud de sus silencios casi monacales. No están atentos a nada exterior a su mismidad. La tensión de la pose ha sido suprimida y con ella toda dependencia de la mirada del otro.