Ángel Hurtado 2006

EL MUNDO PERDIDO, de Ángel Hurtado

Cuando Ángel Hurtado se instaló en Margarita, hace once años, ya estaba de vuelta de todo. Puede decirse así. Había tenido largas residencias en Europa y deambulado por casi todos los países de ese continente; y establecido contacto con legiones de artistas de su tiempo, de todas las tendencias y nacionalidades. También había viajado por Estados Unidos, América Latina y el Caribe. Había pintado mucho (e indagado en muy diversas formas de expresión dentro de la bidimensionalidad y en distintos tipos de soporte), había participado en numerosas exposiciones individuales y colectivas, así como en salones de arte; y había hecho cine, televisión y fotografía. Se había desempeñado como maestro de dibujo, pintura, fotografía y periodismo documental. Había ganado premios. Y había contraído varios matrimonios.

Desde luego, no estaba cansado. Estaba harto de la civilización o, al menos, ésa es la manera que tiene para aludir a la acuciante necesidad de naturaleza que comenzó a experimentar. Quiso parar –esto es una especulación- con esa obsesiva reflexión acerca del arte y su historia, que lo llevó, entre otras pesquisas, a hacer collages donde ponía en convivencia a los grandes maestros de la pintura según un orden personal (pero no caprichoso). Quebró el pacto con la abstracción y se mudó lo más cerca posible del mar con la idea de convertirse en un anacoreta. Tenía la convicción de que la muerte de Picasso había cerrado todos los caminos que el propio genio había abierto, y había sumido el discurso plástico en un caos al que no quería sucumbir. Y no quería ni oír hablar de aquellas propuestas que prescinden de la interlocución con las audiencias y dan un rodeo a la comprensión que éstas, sea cual sea su sensibilidad, establecen con la obra de arte. Tal es su irritación con esa actitud insular de ciertos artistas que llega a definirla como onanismo intelectual. A Ángel Hurtado le había sobrevenido una nueva adolescencia: pasaba de todo, refunfuñaba contra el arte conceptual; y, si no se reía de las obras de arte de Piero Manzoni, que, en 1961, presentó una exposición titulada Merde d’Artiste, que consistía en una serie de 90 latas de conserva, en cuyos seis centímetros y medio de diámetro había 30 gramos de sus propios excrementos, y que vendió en su totalidad por 32 dólares (el equivalente de su precio en oro para el momento) con el consecuente embeleso de cierta crítica, es porque lo considera una idiotez y, directamente, lo indigna. Ya Ángel Hurtado vivía en Margarita y caminaba cada mañana hasta el borde de la playa para explorar y pintar sus contornos y azules, cuando, en 1998, una de las latas de Manzoni –de las que no habían adquirido los museos- se vendió en más de 25.000 dólares. Se sabía también que algunas de las latas habían tenido que ser abiertas por deterioro en el envase y fue así como las instituciones museísticas y los afortunados coleccionistas comprobaron que el aviso del contenido no se limitaba a una licencia lírica del artista. Es demasiado, sentencia Hurtado con un resoplido de impaciencia y desaprobación.

Un día, Angel Hurtado fué al encuentro con los Tepuyes de La Gran Sabana, esa modalidad del paisaje venezolano de irrumpir del suelo con verticalidades inexplicables. Y esto fue para él una epifanía, porque llegó a la conclusión que “se había olvidado de todo” … de todo lo que ha permanecido intocado e inalterado desde la madrugada de la Creación. Y ahora ese todo estaba delante de él porque, según su certeza, “allí estaban los paisajes más extraños y maravillosos del mundo”. E hizo algo muy ajeno a las rutinas de los cineastas y fotógrafos: se limitó a mirar, a dejarse mirar por aquellos titanes de tierra, y no hizo un sólo boceto ni tomó fotografías, abstinencia que seguiría observando en sus siguientes viajes a la región de aquellos monumentales prodigios.

Se propuso pintar de memoria, que es el equivalente a hacerlo de olvido. Pintar con lo que hubiera quedado retenido en su imaginación. Y, por ese camino, avecindó accidentes y promontorios que en la realidad están plantados en lejanías. Juntó lo que en la realidad está separado pero que su ensoñación había amontonado. E incendió de rojos, naranjas y esmeraldas lo que en la topografía original es ocre y terracota. No aspiraba, pues, a un naturalismo. Se atuvo a lo que había postulado el artista francés Edgar Degas, quien, como suele ignorarse, era mucho más que un pintor de bailarinas, porque era también, y de los grandes, paisajista. “Está bien con copiar lo que se ve”, había anotado Degas, “pero es mucho mejor pintar lo que no se puede ver; aquello que quedó en la memoria. Esta es una transformación en la cual imaginación y memoria trabajan juntas. Sólo se reproduce lo que llamó la atención, es decir, lo necesario, lo esencial. De esta manera, la memoria y la fantasía se liberan de la tiranía de la naturaleza”.

En el breve prólogo al libro titulado Ángel Hurtado, que escribió Marta de la Vega e imprimió Armitano Editores (1995), Jesús Soto confiesa la persistencia y claridad con que le quedó grabada una frase dicha por Hurtado en un encuentro casual que tuvieron los dos amigos en una calle de Caracas, en 1950. Hurtado sentenció entonces: “El futuro del arte está en el cine”. Y Soto apoyó con fervor esa premonición porque él, como se sabe, creía “que el arte pictórico debía desembocar, de una u otra manera, en el movimiento”.

Pero el cine no es sólo esa forma de representación en que las imágenes son proyectadas a veinticuatro cuadros por segundo; es básicamente edición y, claro, una narrativa, unos personajes cuyas reacciones observamos muy de cerca (con una intimidad que no puede depararnos el teatro, donde es imposible observar ese mínimo levantamiento de cejas, el leve rictus de los labios o esa sombra que cruza por los ojos del actor como un ciclista nocturno). Y el cine es, asimismo, una iluminación: un artificio de luz y sombras que aspira pasar por natural.

De vuelta de todo y furioso detractor de la abundante superficialidad en el arte, Hurtado ha encallado en ese recodo de la hechura cinematográfica que, si bien carece de movimiento, estructura las emociones mediante una relojería de luces. Y es así como las claridades de sus paisajes surgen de soles convocados por el deseo, a deshora, según un régimen de aparición arbitrario, invocado por el artista como un aprendiz de Dios. Así como los virtuosos del cine en blanco y negro disponen un destello que convierta en plata la lágrima a punto de brotar o trasmutan en cárcel el rayado de la celosía, de la misma manera Hurtado revela estrellas subterráneas, lunas que resplandecen a media mañana, nubes que transportan fulgores, masas de tierra compactada que, sin embargo, contienen fulgores. Eso también es cine.

¿Son falsas esas luces? No. Son necesarias. Más aún, urgentes. Se diría, incluso, que son una corrección a la naturaleza (¿es, acaso, otra cosa el arte?).

Lo otro es que Hurtado ha transitado muchas mudanzas pero parece amarrado a la mansión de la circunferencia; y esas rutilaciones inesperadas conforman, muchas veces, círculos de luz como dianas en el set de cine (en ese espacio acotado por un brillo redondo va a condensarse el conflicto de la trama). Pero, qué trama, si en estos cuadros de Ángel Hurtado no hay personajes. ¿Qué no? Vuelve a mirarlos para que descubras la huella aún tibia del gigante o del monstruo antediluviano que acaba de abandonar el lecho terroso de esa geografía. Algo de eso evoca el título de esta exposición, El mundo perdido, que Hurtado tomó en préstamo de la novela sir Arthur Conan Doyle, escrita, por cierto, para comunicar algo a los lectores y no para descarriarse por las sendas de la experimentación o el onanismo intelectual, para reincidir en la tremenda categoría hurtadiana. En cualquier caso, esas fluorescencias inventadas constituyen en sí mismas un atisbo de anécdota: algo está a punto de ocurrir en esos clarores que no obedecen a la previsible danza de los astros en el cielo sino a la voluntad de un artista que ya no puede, aunque quisiera, mirar la naturaleza sin la interferencia de siglos de representación plástica y de esa emoción incomparable que pone en marcha la sabia –y sentimental- iluminación del cine.

Los espectadores de estas piezas deberían solicitar al galerista que atenúe en algún momento las luces que alumbran la colección expuesta, para que sean testigos de cierta magia aquí oculta. Y es que en la penumbra, los cuadros salen, sí, como fantasmas suntuosos. Y es entonces cuando queda a la vista que Hurtado rompió con todo –o con mucho- para abrirle el pecho a la naturaleza; y cuando estuvo solo con ella, fundó el neón en el descampado ancestral. Eso recuerda ejercicios como los del Spielberg de Encuentros cercanos del tercer tipo, por nombrar otro maestro de la luz.

Milagros Socorro.

TEPUY: LA CREACIÓN EN UN GRANO DE POLVO

Uno toma un puñado del suelo de la Gran Sabana y lo siente, lo sabe vivo. ¿Tanto infinito es posible en las manos? ¿Y por qué palpita, por qué nace siempre? La tierra responde: porque lo dicen su follaje en las axilas de sus dunas, las planicies y los valles, su roca precipitada, calma y convulsa. Y lo que silba y murmura, es yerto y se yergue. Y lo que es pluma y rugido. Y lo que esplende y se entenebra. Y lo que es pequeñez y enormidad. Y lo que es atesorable e inasible. Y lo que es íntimo e inalcanzable. Su estruendo y el silencio que es su núcleo hablan la lengua más antigua: la de la hecatombe que hizo posible la actual apariencia de los continentes y le dio figuración definitiva a Venezuela…

La fotografía, el cine, el video y la pintura han poetizado (por querer decir transmutado) la apariencia de por sí inaudita o fantástica de esos restos de la primera tierra. Harto son los artistas que han difundido sus apariencias inefables. Nombrar a algunos de esos estetas de la imagen acarrearía la injusticia de silenciar a muchos otros. Toda una biblioteca de arte fotográfico y fílmico nutre ese testimonio artístico de la Gran Sabana. Gracias a esos maestros, hoy nos hemos hecho asiduos de sus maravillas: tocamos casi sus abismos de arenisca y turba, sus despeñaderos de espuma, su flora y su animalancia fascinantes.

La pintura, en cambio, ha sido más cautelosa al interiorizar los restos de la infancia del mundo que guardan los tepuyes entre las brumas y lo inalcanzable, pero no por ello ha sido menos creadora y varia, como en las obras del maestro Ángel Hurtado, quien ha trasladado a sus cuadros el juntamiento de lo nocturno y lo luminoso de sus fisonomías, su fragmentado o quebrado perfil, ese algo de Dios y castillo fulminado, de ciudad en llamas y en cenizas que ofrecen sus lejanías. Nadie como este gran artista ha interiorizado con tal exactitud y embrujo la enormidad del tepuy, su emblemático parecido a la ilusión.

Real o imaginado, el tepuy es la creación de la vida en un grano de polvo. Como nosotros.

Luis Alberto Crespo. Extracto del libro TEPUY.