Alberto Cavalieri 2009

Hierros y Epifanía

Por Félix Suazo

Las cosas sencillas son las más difíciles de explicar. Heme aquí, ante la ondulación sosegada del hierro macizo, apenas interrumpido por la discreta consecución de varias secciones que se empalman unas tras otras, hasta tocar el abismo de sus límites. Extraña conjunción de flexibilidad y aplomo, donde la materia es domeñada hasta encontrar el perfecto balance entre la rigidez y la plasticidad. Pues bien, lo que produce esta fijeza dinámica son las esculturas recientes de Alberto Cavalieri (Caracas, 1969), un creador que ha hecho de la metalurgia un medio de indagación estética y que en su itinerario creativo ha seguido el contorno afilado de los clavos, el tejido de las cabillas en los encofrados de concreto, la agresividad de los alambres de púa y la potencia estructural de las vigas doble T.

Los trabajos actuales de Cavalieri atraviesan el aire haciendo nudos imposibles para estrangular el vacío. Aún así, su trayectoria en el espacio es serena como la de un reptil al acecho. Al final, sólo se trata de trazos inmóviles, precedidos por una meticulosa elaboración que comprende la lectura y transcripción electrónica de pequeñas maquetas, la disección y corrección gráfica de las mismas, la elaboración de moldes y su posterior fundición. Un recorrido inverso que va de la tecnología más elaborada al estadio técnico más elemental, hasta hundirse en la zona ambivalente de los mitos.

Ahora bien, para hablar del significado de estas obras hay que remitirse a la tradición que las antecede. En principio, recordemos que hubo una edad en la que el hierro reemplazó al bronce, constituyéndose en materia imprescindible para la elaboración de armas y herramientas. Más tarde se aprovecharon distintas aleaciones en la fabricación de puentes, torres, rejas y componentes arquitectónicos. Sin embargo, la longevidad de este material precede a sus primeras aplicaciones artesanales y su posterior explotación industrial, remontándose al origen mismo del planeta en cuyo núcleo se encuentra en su estado primigenio. Quizá por ello, en las culturas antiguas la metalurgia era una tarea reservada a los dioses.

También es importante señalar que el hierro ha sido uno de los materiales predilectos de los artistas modernos y contemporáneos, cuestión que -según Herbert Read- demarca el advenimiento de una Nueva Edad del Hierro. «En general -escribe el historiador inglés en 1964- los metales son tan dúctiles que se someten a cualquier exigencia formal del escultor, esta adaptabilidad es la que explica su utilización generalizada en nuestros tiempos».

Dicha afirmación es común a las distintas vertientes del arte tridimensional, tanto en las manifestaciones foráneas como nacionales. David Smith, Anthony Caro y Richard Serra de un lado; Víctor Valera, Pedro Briceño, Lía Bermúdez y J.J. Moros del otro, son algunos de los más connotados oficiantes del hierro, un material tan versátil como exigente a la hora de explotar sus posibilidades. Geometría y organicidad, racionalidad y absurdo, hight tech y pobreza, conforman el catálogo de usos y lenguajes vinculados a este elemento, ya sea en forma de planchas, vigas o tubos, e independientemente de los procedimientos empleados (soldadura, ensamblaje, fundición). He aquí la vasta genealogía a la cual se adscriben de manera singular las indagaciones de Cavalieri.

A primera vista, sus trabajos ostentan una morfología similar a la de un nudo simple, hecho a partir de una cuerda. Sin embargo, las apariencias engañan: la cuerda no es tal ni el nudo sujeta nada, pues sólo se trata de barras de hierro fundido que han quedado inmóviles para siempre. Sus giros y torceduras no logran asir ninguna cosa en particular porque en realidad están allí para encarar una idea, acaso el momento de mayor tensión en un conflicto dramático. Como en un duelo cuerpo a cuerpo, la barra anudada concentra el empuje de potencias hostiles, mientras cada extremo busca su balance en la dirección opuesta para contrapechar la fuerza ejercida por su contrario. Ese antagonismo no es sólo estructural. También resume un choque de lenguajes al cual concurren la geometría y la figuración. Así, mientras los nudos obedecen una estricta voluntad de síntesis, sus contorsiones y estiramientos sugieren formas reconocibles.

Pero si los elementos comentados figuran como los focos de interés más significativos, las puntas cercenadas de las palanquillas abren una interrogación, pues allí reside el enigma de su destino. En realidad, la precisión del corte impide saber si estamos ante el comienzo o la terminación del recorrido, en cuyo caso el ojo puede aceptar la continuidad virtual de las piezas o detenerse en el límite de los segmentos amputados. De cara a esta circunstancia, la mirada expectante queda atrapada en la alternancia de los desenlaces posibles. Todo esto, claro está, se desarrolla en un terreno conjetural donde la obra se presenta como indicio y arroja sus sugestiones sin limitarse a un criterio unívoco.

Y es que mientras algunos utilizan el hierro para construir máquinas de guerra, las heroínas y titanes de Cavalieri sólo combaten contra sí mismos, en una batalla encarnizada por vencer su propio peso y eludir la tracción gravitatoria.

Es así como estas obras alegorizan lo épico más allá del olor a pólvora y el zumbido de las esquirlas por el aire, porque lo importante es ese balanceo imperceptible entre dos fuerzas contrarias. Al final, gran parte de los asuntos humanos se reducen a una doble (y diferente) pulsión que se ubica alternativamente entre el ascenso y la caída. Los trabajos de Cavalieri exacerban esta tensión, cuestión que se torna más evidente en las zonas o áreas donde las vigas se tuercen sobre sí mismas e intentan enlazar el espacio. Ese es el momento justo en que los atributos físicos de la obra adquieren una dimensión especulativa.

En estas piezas hay algo epifánico que se refiere a la inefable materialidad del fuego ya los dioses tutelares que lo encaman, de Hefesto a Vulcano, de Agni a Huitzilopochtli. Digamos que estos hierros son la manifestación corpórea y solidificada de la llama impetuosa que ruge bajo la tierra. Como advierte la sentencia popular «donde hubo fuego, cenizas quedan», expresión que alude concretamente a la causalidad y sus efectos, pero también a la reconstrucción posterior de un fenómeno a partir de sus vestigios. Así, se reconocen las destrezas del Demiurgo en sus obras, de la misma forma en que se reencuentran los síntomas del amor en el despecho. De igual manera, las piezas de Cavalieri traen consigo la impronta de su origen llameante en los hornos de fundición, acaso su deuda más evidente con la actividad metalúrgica y sus declinaciones mitológicas.

Cada una de las piezas que integran el conjunto adopta los atributos de la deidad que le da nombre. Cronos enredado en los ciclos infinitos de Mohebius, Agni abrasado en flamantes bucles, Temis erguida perpendicularmente en gesto de equidad, Anemoi dócil al capricho de los vientos, Hécate enroscada en la sensualidad filosa de sus aristas. Todas las obras señaladas se distinguen por su monumentalidad pero ninguna de ellas iguala o contradice la flexibilidad de Hefesto, el soberano de los metales y el fuego.

Otra cosa muy distinta es la que sucede cuando se abstraen las cualidades individuales de tal o cual pieza para percibirlas en conjunto. En ese caso, la reunión de todas ellas semeja un paisaje calcinado después del incendio. Entonces, la faena configurante del fuego adquiere una dimensión arquetipal que resume remembranzas y premoniciones, desdenes y ansiedades de una era pretérita o de un tiempo aún por venir. En definitiva, luego del resplandor líquido de las fraguas viene el hechizo de las formas inertes. La exposición de Cavalieri invita, simultáneamente, a la introspección contemplativa y al regodeo sensorial. Queda a la discreción de la audiencia admirar la cadencia que estos hierros proponen y descifrar el misterio de su aparición.

Caracas, agosto de 2009.