ABIGAÍL VARELA 2011

Femenino Plural: Esculturas de Abigaíl Varela

Federica Palomero

Esta nueva muestra del escultor venezolano Abigaíl Varela (Caracas, 1948), después de varios años de ausencia de los circuitos expositivos, más no de su taller y del trabajo cotidiano, permite seguir en la continuidad de su obra la reafirmación de los valores que tradicionalmente se atribuyen a la escultura y él hizo suyos: la paciente y perenne artesanía del modelado y de la fundición, el respeto a la organicidad de la materia -esa vida propia de las formas-, la inmemorial iconografía del cuerpo femenino. A estos fundamentos añade aquello que el Siglo XX y la modernidad han aportado: ruptura del kanon y expresividad, diálogo entre espacio y volumen, lleno y vacío, independiente de la representación figurativa; ilimitada libertad.

En este sentido, la peculiar historia de la escultura en Venezuela no podría escribirse sin tomar en cuenta a Abigail Varela, que ha sabido a la vez asimilar las tendencias internacionales y reorientar el interés sobre la tradición precolombina autóctona, desarrollando así, después de Narváez, una nueva vertiente del indigenismo, que se instala dentro de conceptos contemporáneos.

Hoy día todas esas cualidades permanecen y fundamentan una producción de los años 2000 sorprendente por su frescura y siempre renovada experimentación. Desde luego resulta estimulante identificar en un artista, como es el caso en Abigail Varela, los elementos estéticos ya conocidos y que constituyen su estilo, y asimismo descubrir intactas esa pasión por su oficio, esa incansable creatividad que lo llevan a la creación de nuevas formas, a la escogencia de nuevos materiales, a la audacia de formatos hasta ahora no alcanzados.

El estilo se hace presente en la temática reiterada de la mujer (con la sola excepción de algunos felinos), en sus deformaciones anatómicas: caderas prominentes, miembros muy finos, cabezas diminutas y erguidas; así como en un ritmo de planos y volúmenes, de siluetas y masas, que se apodera del espacio de un modo casi independiente de la figuración, dibujando curvas y elipses que juegan a adherirse al cuerpo humano y a desprenderse de él.

Grandes formatos

Partiendo de esas premisas, Abigail Varela ha creado unas piezas que alcanzan lo monumental (Mujer sobre esfera, 2008; Bañista III, 2009) y claman por ser parte del paisaje, lo que, para Henry Moore, era el destino natural de una escultura. Dentro de su inmovilidad están sin embargo llenas de dinamismo, de ese soplo de vida que las anima desde dentro y se proyecta hacia la naturaleza con la que conviven armoniosamente, entre la vegetación y el cielo.

Una Venus contemporánea

Levitando en sueño, 2003, es otra obra monumental, concebida como un relieve sobre una pared de fondo, que opone a la rigidez de la arquitectura sus formas ondulantes y sensuales, dentro de una velada referencia al pasado de la escultura, cuando se explayaba en las fachadas de remotos monumentos. Aquí lo monumental de la pieza adquiere otro significado, como una manera de restarle grandeza y hacerla más prosaíca, como si ya no fuera una diosa sino una muchacha sorprendida en su siesta. Incluso su velo drapeado puede ser interpretado como un irónico guiño hacía el código de la “Venus púdica” de la Antigüedad. André Malraux insistía en que aquello que hace la belleza de las esculturas antiguas no residía en su parecido con los seres humanos sino en su diferencia: esa diferencia constituye “lo ideal”.

Continuidad y variaciones

Y si bien Varela no tiene ningún afán ni de idealismo ni de realismo, logra, a partir de formas liberadas de cualquier mimetismo, convencernos de una verdad, su verdad, probablemente ligada a una naturalidad, un impulso vital que embarga desde esas mujeres que descansan recostadas o sentadas en butacas, hasta aquellas nadadoras o acróbatas de circo, pasando por las que están quietas paradas, y por las que caminan o corren. Y así es como, más allá de proporciones anatómicas improbables, incluso imposibles, su obra impacta por su sinceridad, por la manera que tiene el artista de captar actitudes, posturas, movimientos y que revelan un conocimiento de la condición humana más deudor de una profunda empatía adquirida en la vida cotidiana que de un estudio científico o del trabajo de observación en el taller (de hecho, trabaja sin modelo).

Desde fines de los años setenta, la variedad de poses de las esculturas de Varela parecen infinitas, y esta nueva producción lo confirma. Pero de esa diversidad surge una unidad, algo que hermana todas las obras y sobre lo que se construye, precisamente, el estilo del artista. Ya mencionamos una “verdad” independiente del realismo (o de aquello que la historia del arte concibe como tal). Ligada a esa verdad, hay que subrayar una temporalidad que se conecta con lo contemporáneo (en sus distorsiones formales, detalles de indumentarias y accesorios actuales, así como deconstrucción y reconstrucción de los planos y volúmenes), pero también se mantiene en constante y algo irónico diálogo con la historia, tan antigua, de la escultura.

En su etapa americanista, Francisco Narváez reivindicaba para el arte del continente una dignidad y ejemplaridad equivalentes a aquello que fue Grecia para todo el Occidente, dentro de un lenguaje propio entonces en pleno génesis. Esa misión consciente -muy propia de su época- de elaborar un discurso plástico fundacional otorga desde luego a su escultura un carácter solemne que está ausente de la de Varela (menos intelectual, más intuitiva y sensual), aunque esté de cierto modo relacionado con esa posibilidad de crear y seguir creando una escultura que pueda ser latinoamericana sin ser narrativa ni ilustradora, que haya interiorizado en su plasticidad ese sentir de pertenencia. Hay en Varela reminiscencias de formas ancestrales precolombinas, un primitivismo que se compagina con su aliento expresionista, y al mismo tiempo alguna impronta “clásica”, tratada con distancia y humor -con la distancia que otorga el humor-, patente en la serie El grito, unos bustos que han escapado del ámbito de la estatuaria oficial y claman al contrario un “salvajismo” lleno de una vida que desborda de las formas mismas.

El aluminio

En esa producción reciente, Abigail Varela ha fundido algunas piezas en aluminio, tal es el caso de las citadas Mujer sobre esfera y Bañista III así como de Todos estamos colgados, de Mujer flotante III y IV. Este material, nuevo para el artista pero que remite a una utilización en la escultura moderna y contemporánea, internacionalmente y en Venezuela, asociada a la abstracción geométrica, le permite, una vez más, cruzar y confundir los géneros establecidos. Así como su latinoamericanismo tiene algo de clásico, como su relación plano-volumen siempre es ambigua, así mismo revela un humanismo que no tendría cabida en la simple noción de realismo; ahora, donde siempre estuvo el bronce (y, con él, el peso de la tradición) el artista introduce sorpresivamente ese material en apariencia frío, que, donde no se le esperaba, empieza a lucir cualidades ocultas y se vuelve él también, vínculo y generador de calidez, invita a descubrir la superficie y tras ella la masa, incita a la detenida visión y a la caricia.

Un museo portátil

Pero esta exposición no es tan sólo para Abigail Varela una muestra de su última producción sino también la ocasión de hacer un balance, y en este sentido ha creado un amplio grupo de pequeños formatos, que le gusta llamar “maquetas”, y que viene a constituir una suerte de museo portátil en el que queda reflejada su obra de varias décadas. Gracias a él se puede apreciar, resumidas pero no por eso menos patentes, todas sus características de profunda comprensión del oficio de escultor, a las que se agrega ahora una cualidad digna del orfebre.

Mujeres dibujadas

Por primera vez, Abigail Varela expone un conjunto de dibujos en varias técnicas (Abigail, pon cuales) realizados durante los años 2000. La temática sigue siendo la mujer, pero como en un segundo grado: son sus esculturas las que dibuja el artista, acentuando su carácter expresionista, lo que acerca algunas, incluso, a las Women de Willem de Kooning. A la paciencia del gesto del alfarero se opone ahora la violencia del trazo; el color aporta a su vez una nueva libertad y se expande en manchas, líneas disparadas, desfases entre los contornos y los planos. Dibujos que confirman el vitalismo de las esculturas al tiempo que permiten vislumbrar más claramente en ellas un sosiego que tempera con sentido de perennidad, con el cultivo de la plenitud formal, una fogosidad que siempre alienta al artista, pero que ha sabido también dominar.