“Barquisimeto es Puro Cielo”, por Edgar Sánchez

En septiembre del año 2012 al artista plástico Edgar Sánchez se le otorgó el Doctorado Honoris Causa en la Universidad Centroccidental “Lisandro Alvarado” (UCLA), en donde realizó un discurso en el que relató los momentos más destacados de su vida.

Desde su infancia en Aguada Grande, los recuerdo de su madre, los árboles y el olor a jazmín, hasta su experiencia en Nueva York, ciudad donde se abrió a los tesoros de Vermeer, Goya, Velásquez, Ingres, Degas, Picasso, Bacon, Klimt, Constable y Sargent. Este recorrido biográfico se encuentra en su discurso titulado “Barquisimeto es Puro Cielo”.

A continuación el discurso del íntegro del maestro Edgar Sánchez:

Barquisimeto es puro cielo

Pntura Edgar Sánchez

Las primeras imágenes de mi infancia estuvieron relacionadas con la naturaleza. Tenía muy pocos años cuando mi madre y yo contemplábamos el caer de la lluvia sobre el pequeño valle, desde el pretil delantero de nuestra casa. Al atardecer, el viento avivó el olor de los jazmines llevando el aire perfumado a todos los rincones. Un extraño brillo invadió la serranía. El paisaje se llenó de resplandores y el olor a jazmín creció, denso, exuberante, estableciendo un sublime compromiso con la humedad y la frescura del ambiente. Entonces, sentí el llamado de los árboles; la sombra de las piedras; el canto rodado de las quebradas; los hilos de agua sobre el suelo árido; la fuerza del atardecer, la tierra, su olor; las nubes. Todos estos elementos participaban de una extraña afinidad, como si formaran parte de una fiesta animada por los más exquisitos colores.

Muchos años después, en la ciudad de Nueva York, visitaba uno de los grandes museos. Mientras recorría las salas, me encontré frente al Paisaje de Toledo, obra maestra de El Greco. Surgió la magia. Dialogué largamente con esta pintura, la fusioné con mis primeras imágenes y logré darle una sola presencia: el paisaje de El Greco y ese momento imborrable de mi infancia se proyectaban como un hermoso sentimiento sobre el pueblo de Aguada Grande. No faltó aquel imborrable olor a jazmín, para reafirmar la importancia de este acontecimiento y estimular la percepción de la belleza, en todos los eventos plásticos que presencié desde ese entonces.

En esos primeros días, me quedé solo en un entorno de grandeza, sin saber cómo expresarme. Busqué soluciones en el lenguaje. Indagué en la palabra. Pero la palabra me pareció estrecha, entorpecía mi acercamiento a lo creativo. Desde ese instante odié la palabra, por eso me convertí en un artista plástico y comencé esta aventura de líneas y colores que ha tomado toda mi existencia.

Cuando llegué a Barquisimeto la ciudad me pareció plana y sola, sin estar vacía. Me atrajo su cielo. Lo que me hizo decir: Barquisimeto es puro cielo.

Fue en 1950, yo venía de un medio rural lleno de bosques y fantasía y me encontré con un medio árido y hostil, con un solo sitio verde para soñar: El Parque Ayacucho. Era un niño todavía, pero era un niño que quería hacer cosas, era un niño que quería dibujar. Para aquel niño de los primeros años cincuenta, lleno de emociones y también de ambiciones, dibujar era algo más que un papel saturado de líneas, trazadas con cierta precocidad, y solo yo, amante de la exigencia, tendría que buscar en aquella ciudad difícil. Así, me convertí en un gran explorador al encuentro de algún oasis cultural, ¿pero dónde estaban los seres con su capacidad para dilucidar y comprender con sus aptitudes pedagógicas, dispuestas a canalizar exigencias de mayor rango? Barquisimeto para ese entonces no pensaba en universidades ni en centros de capacitación culturales, ni en bibliotecas. Sin libros que pudieran hablar de arte, me sentí desamparado, sin esperanzas. Algo me decía que debía tener paciencia y esperar. Y esperé hasta que un hecho rompió el horizonte barquisimetano. Fue en el año de 1952 cuando el obelisco irrumpió como una atalaya portadora de progreso. El cielo se iluminó y sentí que algún cambio se produjo en la ciudad: Barquisimeto cumplía 400 años. La Feria exposición de Barquisimeto celebró por varios días este acontecimiento; la gran fiesta, el gran espectáculo donde la gente intercambio y habló del futuro, pero, la ciudad continuó en su mutismo cultural. Y aún cuando fueron muy gratas las diferentes manifestaciones sociales y las visitas al espacio ferial con sus diversos pabellones, no quedó en la ciudad un museo, una galería de arte o una biblioteca ligeramente actualizada que pudiera superar el olvido cultural y, en cierta medida, la tristeza de esos cuatrocientos años.

Algún tiempo después se produjo mi primera experiencia verdaderamente sólida. Comencé a estudiar bachillerato en el liceo Lisandro Alvarado. Tuve excelentes profesores. Uno de ellos, Francisco Reyes García, hombre poseedor de una cultura sin excesos, informado en conocimientos básicos de historia del arte: él me dejaba consultar su biblioteca. En una oportunidad me prestó dos libros, importantísimos en la formación de cualquier artista profesional: De Eugenio Delacroix al Neo Impresionismo,de Paul Signac; y The Human Figure in Motion, de Edweard Muybridge. Fue la primera aceptación que tuve en mi deseo de ser un artista plástico. Debo reconocer la influencia de estos dos libros en muchos momentos de reflexión frente a mi pintura.

El siguiente paso de importancia en este período fue conocer a José Requena, alrededor de quien un grupo de jóvenes artistas nos uníamos para recibir las observaciones del Maestro Requena frente al paisaje larense.

Aproximadamente en 1956-57 se formalizó la creación de la Escuela de Artes Plásticas Martín Tovar y Tovar con la formal dirección del Maestro Requena, que supo impartir una docencia rica en conocimientos pictóricos.

Mi período adolescente fue de grandes carencias. Me dejó fuertes insatisfacciones. Cuando hablaba con un grupo de compañeros del liceo, exitosos profesionales universitarios, les decía que de todos los integrantes de nuestra promoción yo había sido el que tomó la decisión más difícil: la de querer ser un artista plástico. Carrera en que nadie creía, sin ningún futuro, con grandes dificultades, sobre todo, cuando se concientizaba la gran verdad: el artista, él mismo, debía ser el creador del proceso para diseñar su propia imagen y esencia como creador plástico. Es lo que he tratado de hacer a lo largo de toda mi vida.

Llegué a Caracas en 1960. Venía a estudiar arquitectura en la Universidad Central de Venezuela. No existía la carrera de arte en ninguna de nuestras universidades. Desde esos primeros años en Caracas se exacerbó mi pasión por la pintura y comenzó a languidecer mi interés por los estudios de arquitectura. Mi rendimiento no fue el esperado, me entregué de lleno a la pintura, no podía detenerme; sin embargo, una de las herencias de esta pasantía por la universidad fue el enriquecimiento en mi capacidad de ver y mirar; aprendí a sentirme parte integral del espacio ambiental y se estimuló la formación del orden compositivo que caracteriza toda mi obra. Arquitectos y pintores somos ordenadores. El espacio en la arquitectura se ordena con una meticulosa racionalidad porque no puede evadirse de lo real. Al contrario, el espacio, ilusorio en la pintura, se erige libre para hablarnos de su autonomía y crear su propia lógica existencial. Gran parte del conflicto que viví en este tiempo fue ocasionado por esta dualidad conceptual. La única forma de superarlo fue el trabajo intenso, lo que me permitió acelerar la maduración de mi obra

En estos años sesenta, a los veinticuatro años, logré definitivamente apuntalar mi decisión de ser pintor, cuando envié por primera vez tres obras al Salón Oficial de las Artes Plásticas Venezolanas; el más deslumbrante evento de las artes visuales. Sucedió lo inimaginable. Recibí tres de los más importantes premios. La prensa lo reseñó profusamente, sobre todo, porque la participación más activa del jurado estuvo integrada por dos relevantes y distinguidos intelectuales venezolanos: Don Miguel Otero Silva y Don Arturo Uslar Pietri. Mi verdadera carrera comenzaba. Expuse en el Museo de Bellas Artes y después me fui a Nueva York. Me abrí a los tesoros de Rembrandt, Vermeer, Goya, Velázquez, Ingres, Degas, Picasso, Bacon, Klimt, Constable, Sargent, entre todos los que pude ver y estuvieron a mi alcance en los maravillosos museos y las galerías de arte. Nueva York fue el gran aprendizaje. No hubo día sin ver algo de interés.

Cuando regresé a Caracas me encerré a ordenar mis nuevas e intensas experiencias. El dibujo fue mi gran soporte, dibujé constantemente. Cientos de dibujos para hablar de los conflictos humanos, de la insondable condición humana. En este tiempo se hizo evidente mi identificación con la zona dolorosa del país, la de los largos silencios, la que me ha acompañado en varios períodos de mi creación, aún en los de abierto cromatismo y gran goce visual.

Me asomé a lo hermético del ser para interpretar sus enigmas y presencié su insospechada sonoridad. Descubrí que no soy sordo cuándo pinto. Pero pinto con una musicalidad de registros graves, de tonalidades bajas; responsables de esa poesía que me acompaña con sus grandes cierres y su propensión a lo secreto.

El ser humano se erigió en modelo para crear una estructura formal nueva. Fue el comienzo del humanismo. Busqué la enseñanza en los exuberantes dibujos de Miguel Ángel; nunca superados en su solidez y gran fuerza expresiva; en su elegancia y armonía. Ese gran tributo que legó a la humanidad ha guiado la admiración de toda la inteligencia. A través de estos dibujos aprendí la trascendencia del lenguaje visual, en su acción para convertir cualquier manifestación cotidiana en un juego de elevación y religiosidad. Bajo estos principios crecí. Aprendí a guiar mi intuición con sus métodos y técnicas. Me llené de admiración frente al poder de la imagen, la fuerza del estilo y el genio y talento cultivados.

Con esta sincera nota he tratado de redefinir mucho de los hechos esbozados en esos primeros años de formación, cuando manifesté mi adversidad por la palabra. Restaurarla ha sido un trabajo arduo, de gran dificultad para un pintor, solo logrado, por mi admiración hacia escritores y poetas. Quería comunicarlo en el marco de esta prestigiosa universidad, en este acto de gran relevancia para mi persona, por la distinción hecha a nuestras artes visuales. Me siento profundamente honrado al recibir este doctorado. Doy las gracias a todas las autoridades universitarias, porque me permite, también, celebrar desde lo más hondo un acontecimiento de gran trascendencia para la ciudad y el país: la creación, ya activa desde hace varios años, de los estudios de Arte. Sé que las nuevas generaciones harán uso de este instrumento en la planificación de sus más elevados ideales.

He pensado en todos los artistas, al ordenar los recuerdos descritos en este texto, para ilustrar la larga y necesaria ruta de un artista plástico hacia el conocimiento; porque sé que en algún momento nuestras vivencias habrán coincidido, se habrán tocado en el marco de las dudas y las angustias creadoras o habrán buscado la comunión de un mismo propósito: la gran obra de arte.

Un gran abrazo para todos.

EDGAR SÁNCHEZ